Yo nací cuando desaparecían los últimos trenes de vapor. Pero crecí oyendo contar a mis padres viajes en viejos trenes de vapor. De lo que nunca escuché hablar fue del accidente de la rampa de Brañuelas.
Uno de los maquinistas, que había sobrevivido al primer choque, corrió a avisar al maquinista y al fogonero del mercancías que, sin saber lo que acababa de suceder, se acercaba en sentido contrario. No pudo evitar un nuevo choque, porque el mercancías no logró frenar a tiempo y la suerte lo abandonó: murió aplastado por uno de los vagones descarrilados del tren que había intentado desesperadamente detener. Fue una más de los cientos de víctimas que la rampa de Brañuelas, lugar temido desde siempre por los ferroviarios, se cobró la mañana del 2 de enero de 1944. En aquel tiempo la libertad de prensa era algo tan inconcebible como el tren de alta velocidad. Los periódicos del día siguiente casi ni hablan del accidente. Han chocado tres trenes. Un expreso de pasajeros ha perdido los frenos y se ha estrellado contra otro tren dentro de un túnel. Y luego aparece un tercer tren, un mercancías cargado de carbón, y se estrella contra lo que queda de los dos primeros trenes. Pero los periódicos no hablan de muertos, y cuando finalmente hablan de muertos, porque no hay más remedido, rebajan con mucho la cifra. Y luego llega el olvido y el luto silencioso y privado, porque cualquier muestra de rabia pública o de indignación se considera algo potencialmente peligroso. Son años duros de miseria y represión. Aún hoy no está claro cuántas personas murieron en aquel accidente. Se dan cifras que van desde los cien hasta los quinientos, y puede que aún fueran más.
Por aquellos años el Shanghai Express cruzaba la península desde Barcelona a Vigo, con una ramificación hacia La Coruña. Con las viejas máquinas de vapor y las vías en mal estado, sin dinero para reparaciones y para nuevas infraestructuras, los trenes eran lentos y tristes, fríos e incómodos. El nombre del expreso (en realidad un apodo, ya que su nombre oficial era otro más burocrático y funcional) evocaba aventuras románticas y exóticas, pero la realidad era mucho más vulgar y oscura. Silenciosos emigrantes, exiliados interiores viajando en las largas noches desde sus pequeños pueblos a las grandes ciudades, buscando salir de la miseria y el frío, o de la miseria y el calor sofocante, lo mismo es, porque el clima condicionaba los cultivos y mataba de hambre, de frío o de sed, pero mataba, y eso era lo terrible. ¿Y qué les esperaba en las ciudades, una vida mejor? Sueños y esperanzas se juntaban con miedos y deseos. A los exiliados, a los jornaleros y vendimiadores, a los expulsados del campo y de los montes se les unían los jóvenes soldados, los marinos de El Ferrol, los escandalosos y alegres estudiantes de las decrépitas universidades y los siniestros internados. Viajar entonces era casi siempre por obligación y casi siempre era pesado y duro. Y más en invierno, con las abundantes nevadas que retrasaban un tren ya terriblemente lento. Entonces un viaje que de normal duraba casi dos días, podía llegar a durar tres días enteros. El Shanghái Express no cruzaba los arrozales chinos, no volaba entre palmeras y pagodas y templos de colores brillantes, se arrastraba como un caracol por la vacía meseta, por las duras cuestas castellanas, por los páramos helados y por los valles de la niebla. Los amores furtivos y los pecados inconfesables se quedaban en los andenes, dentro del tren todo era sueño y hambre.
El tiempo lo traga todo. La niebla lo traga todo. En la larga noche de la posguerra, ¿cuál era la alternativa al ferrocarril? Nadie imaginaba autopistas, vuelos “low cost”, ni trenes de alta velocidad. Las carreteras eran estrechas y malas, viajar por ellas exigía la misma fe que viajar en tren. Los conductores paraban en los restaurantes de carretera y en las gasolineras, a veces porque había que descansar y otras veces porque la tormenta, el agua desbordada, la nieve, cerraba los puertos y había que pasar la noche durmiendo donde se podía. En aquel tiempo viajar ni era rápido ni era cómodo, y las aventuras románticas se quedaban en la imaginación de los niños y los enamorados obligados a la castidad y la espera. Los motores se calentaban y las horas pasaban entre rezos, letanías, gritos, llantos y noticias intercambiadas al vuelo con otros conductores.
Llegaron los años buenos, los nuevos coches, las nuevas carreteras, las máquinas diésel y eléctricas. Se acabó la carbonilla y el sofoco en los largos túneles. Se cerraron líneas y se abandonaron estaciones. La rampa de Brañuelas aún ve pasar trenes, pero los maquinistas ya no se asfixian en el “Túnel del lazo”, y el otro túnel maldito, el “túnel número veinte”, fue eliminado y sustituido por una trinchera. El pico, la pala y la dinamita han sido sustituidos por potentes máquinas que hacen las excavaciones mucho más seguras y rápidas. Y lo mismo pasó con los otros transportes. Se crearon “puentes aéreos”. La carretera se convirtió en autovía. Se abandonaron restaurantes y gasolineras. Y el tiempo se tragó los recuerdos. En los pueblos ya no había niños que fueran a jugar a los andenes, a incordiar con sus bromas a los jefes de estación, que esperaran ruidosamente la llegada del tren. Galgos famélicos, libres, zorros, jabalíes, pájaros y serpientes, animales y plantas que son ahora los dueños de las ruinas de unos tempos consagrados al progreso, ese dios caprichoso, huraño y desagradecido que se marchó sin avisar o no se molestó ni en pasar por ahí.
Jaén, Teruel, Albacete, Zaragoza, cuatro provincias que iba a cruzar un ferrocarril desmesurado y ambicioso, un ferrocarril que nunca llegó. Que escaló y descendió sierras y barrancos y se llevó por delante la vida de muchos obreros, a los que hoy no recuerda ninguna placa. El ferrocarril Baeza- Utiel, con su prolongación hasta Teruel y de allí a Alcáñiz y Lérida, es sólo uno de los grandes proyectos que se quedaron en nada, en unos trazos intermitentes en un viejo mapa.
Otros líneas tuvieron más suerte. Funcionaron durante años. Funcionaron tanto tiempo que para todo el mundo el tren había venido para quedarse, era algo que no iba a desaparecer nunca. Pero desapareció. Un buen día, simplemente, dejó de circular.
Una víbora se calienta en el andén silencioso, un cuervo planea sobre las vías oxidadas que pronto ocultarán las hierbas. Nadie se acerca a la estación, sólo algún pastor con su rebaño muy de tanto en tanto. En las frías mañanas de niebla, en las estaciones altas de la meseta, uno puede cerrar los ojos y aguzar los oídos, y tal vez llegue a percibir un pitido lejano, un siseo monótono, un traqueteo confuso, una triste luz de un farol que por unos segundos llega a atravesar el muro gris del olvido. El Shanghái Express llegará con retraso, como siempre.