El pasado lejano nunca es tan lejano como parece. 2000 años parecen mucho y no son tanto en la historia, repetitiva y decepcionante, de la humanidad.
“Roma no paga a traidores”. ¿Cuántas veces hemos oído esa frase? Nos han contado una historia muy bonita. Unos traidores matan mezquinamente al gran héroe y reciben del enemigo el mismo trato mezquino que se merecen. Pero la realidad es que Roma SÍ PAGA A TRAIDORES. Los ha pagado desde siempre. Y pagarlos es parte de su estrategia para conservar y ampliar su poder. Nadie en el senado romano se escandaliza por ello. El pago a traidores es tan lícito como todos los otros métodos (asesinatos, juicios amañados, etc…) despiadados con los que los poderosos luchan entre ellos y contra sus enemigos comunes. Se pueden poner muchos ejemplos, pero pondré sólo uno (que normalmente se olvida cuando se cuentan las grandes batallas y las gestas de los grandes estrategas): el pago a los mercenarios del ejercito contrario para que éstos cambien de bando inesperadamente, y con su traición den la victoria o la faciliten en gran medida al bando romano. Pero sí, el ejemplo… Nos pilla cerca… La toma de Cartago Nova (la actual Cartagena) por Escipión el Africano en el 209 a. C. , dentro del marco de la Segunda Guerra Púnica, se produjo en parte gracias a la traición de una guarnición de mercenarios nativos al servicio del poder púnico. Sin embargo esta acción bélica se suele recordar más por la osadía del joven militar, que sorprendió a Roma con su inesperada victoria y de paso, vengó la muerte de su padre y su tío, Publio y Cneo Cornelio Escipión , traicionados éstos, a su vez, por sus propios mercenarios celtíberos. Pero, como ya he dicho, el recurso a la traición, como el recurso a la mentira (esta misma guerra púnica empieza con una gran mentira, la calumnia romana sobre la ruptura del tratado del Ebro por Aníbal con la excusa del ataque de éste sobre Sagunto, llamado Arse en aquella época) se suelen olvidar en las grandes gestas históricas, porque esos trucos baratos afean la memoria de los pueblos y de sus héroes. Y sin embargo, estos trucos baratos y estas miserias humanas son las que decantan la espada de la victoria y de la memoria hacia un lado u otro.
Parece que el mundo romano queda muy lejos, pero las semejanzas con la realidad actual son más comunes de lo que se puede adivinar a primera vista. Además de hacernos ver que nadie era sagrado (el asesinato de los hermanos Graco, tribunos de la plebe) y de enseñaros que las guerras se ganan con difamaciones y traiciones, además de con heroísmo y estrategia, nos aportaron la formula magistral de la política de todos los tiempos: el lema de “pan y circo”, algo tan simple y tan efectivo que cualquier bobo puede valerse de ello para perpetuarse en el poder, al menos mientras haya circos y panaderías a mano.
¿Pero en qué difiere esa época de la nuestra, en lo tocante a la política y el poder?
Fundamentalmente en dos cosas… En la vergüenza y en la naturaleza misma del poder.
Empezaremos por la vergüenza…
Los asesinos de Viriato actúan con nocturnidad y alevosía, tanto en el momento de cometer su fechoría como en el momento de ir a cobrar por ella. Van con vergüenza, se saben traidores. No se vanaglorian de su acción. No se lucen a la luz del día. Los traidores del presente… ¿Cómo actúan? Con una absoluta prepotencia, con una total falta de vergüenza, con un completo desprecio hacia la justicia, la verdad y el dolor de sus víctimas. ¿Cómo es posible que un político, pagado por el pueblo y colocado allí por el pueblo, que tiene como función gestionar y conservar un bien público, se dediqué a destruirlo, a esquilmarlo, a destrozarlo y hacerlo desaparecer y luego, no sea incapaz ni de dimitir, ni de asumir responsabilidad alguna ni de dar alguna explicación coherente de su acción? Actuar así es pensar que sus malas acciones no tendrán castigo alguno. Es pensar que no tiene que rendir cuentas ante nadie, es pensar que es intocable y omnipotente. Actuar así es ser un necio y sin embargo, ¡cuántos necios hay hoy actuando en política! Y ojo… No digo “gobernando”, sino “actuando”, porque los que nosotros vemos nos son los señores, sino los lacayos de los señores.
Y así entramos en la segunda diferencia fundamental respecto a la antigüedad. Antes el poder era visible. Podía ser cruel, despótico, incontestado y absoluto, pero era visible. El emperador, loco o lúcido, se paseaba por las calles de sus ciudades, y en el circo, cuando tocaba levantar o bajar el pulgar, se mostraba condescendiente con su pueblo. Ahora ni eso… El poder no lo ejerce un hombre sino siniestras corporaciones. Es un poder anónimo y desconocido, inaccesible para el ciudadano de a pie. En la mayoría de los casos vemos su actuación, o el resultado de su actuación, pero no sabemos ni comprendemos quién está realmente moviendo los hilos, ni, mucho menos, podemos predecir o anticipar sus movimientos. ¿Quién decide qué país se salva o qué país se condena? En 1909 un presidente de un país hegemónico, como Roosevelt, podía decidir el destino de otro país secundario, como Marruecos, en una noche de insomnio o en el trascurso de una partida de cartas. Hoy no. El poder ya no es detentado por los políticos. Para llegar al núcleo del poder romano, al senado, tenías que ser patricio. Entonces el político era rico y el rico gobernaba. Ahora el rico sigue gobernando, pero el político ya no está entre los elegidos. El político sólo entra al banquete de los elegidos a recoger las migajas. Y como casi nunca tiene bastante con las migajas, en muchos casos (o en los casos en los que el político está sediento de dinero, que no todos los políticos lo están ni lo están a todas horas) se tiene que dedicar a esquilmar al pueblo, a su propio pueblo, y encima lo hace sin la menor vergüenza, y pide indultos y se siente herido en su amor propio (que es enorme, desde luego), cuando alguien, algún osado, se atreve a reprocharle su mala acción. A veces uno echa de menos a los emperadores. Eran crueles y volubles, pero tenían clase y cierta decencia. Si vas a ser un siervo, mejor servir directamente a tu educado señor que a su grosero esbirro.