POLÍTICAMENTE INCORRECTO
A los gordos se les empezó llamando obesos y se ha acabado, de momento, llamándolos “personas con sobrepeso”. A mí no sé que me ofendería más, pero pienso que puestos a ofender siempre encontraremos una palabra que resulte ofensiva y que puestos a “no ofender” siempre nos quedaremos cortos. Este es sólo un ejemplo. Hay eufemismos que me parecen más preocupantes. Pero lo más preocupante es la cada vez más desesperante necesidad como sociedad de encontrar las palabras más asépticas, más suaves y más falsas (porque traicionan el sentido original) posibles. Estamos en una sociedad cada vez más cobarde.
¿O no?
Hace meses leía en un artículo de Javier Marías en El País que un lector le había reprochado que usara en sus artículos el término “discapacitados” y que el lector le proponía, como sustitutivo la expresión “personas con discapacidad”. Javier Marías se negó educadamente, y le recordó al lector que antes de “discapacitados” a estas personas se las había llamado entre otras cosas “deficientes”, “subnormales” y “tullidos” y que todos estos términos se habían ido sustituyendo paulatinamente por otros que se consideraban menos “ofensivos”.
A mí me llamó la atención que un lector se atreviera a reprochar a un autor el uso de un término que hasta hace poco era de lo más común, que, sin ir más lejos, yo mismo he usado muchas veces sin pensar que estaba incurriendo en un error o una discriminación no intencionada. Yo casi ya tengo miedo a llamar negro a un negro y si mi hijo me dice “ese señor es negro” le digo “no, digas eso, es mejor que digas un señor de color”, y claro, mi hijo que tiene muy pocos años no entiende nada y no dice nada, pero se queda pensando en qué demonios he querido decir yo con mi extraño reproche. Por suerte no soy político y eso me permite ciertas libertades, como decir “aborto”, en lugar de “interrupción voluntaria del embarazo”, “crisis” en lugar de “desaceleración” y otras cosas por el estilo. Pero, como ciudadano, siempre tengo miedo de caer, al hablar distraídamente, en lo políticamente incorrecto. Y muchas veces me pregunto quién me ha metido ese miedo en la cabeza o cómo se ha ido filtrando hasta llegar allí.
En esto estaba cuando, poco después de leer el artículo de Marías, me enteré de la nueva ley rusa contra los maricones (¡uy!, ¡perdón!, qué he dicho, Dios me perdone… o bueno, la iglesia me perdone, ¿o no?, ¿o no perdona la iglesia esas cosas?… mejor dejarlo estar, que lo estoy empeorando más…) Bien, de la iglesia (de algunas personas de dentro de la iglesia, no de toda la iglesia) tal vez hablemos otro día. Ahora quería hablar de la nueva ley rusa contra la homosexualidad (sí, eso mejor, o mejor aún: “homofobia”, cuanto más difícil de pronunciar y de entender la palabreja de turno mejor que mejor). Resulta que esta ley es fantástica. Es fantástica para empezar porque no se atreve ni a nombrar el problema que pretende combatir, y segundo, porque denota una increíble imaginación por parte de sus redactores. ¿Por qué podemos sustituir el término “maricón”?, pensaron (no nos engañemos, los que atacan a los homosexuales no se molestan en llamarlos homosexuales, les llaman maricones, o cosas peores, que es lo que se ha hecho toda la vida). Y se les ocurrió algo absolutamente brillante: “Relaciones sexuales no tradicionales”. Algo que cualquier tonto puede entender…
De la existencia de esta ley me enteré, por cierto, viendo El Intermedio, y me reí mucho con los chistes y la lucidez de Wyoming y su equipo, pero como ocurre siempre, luego esa risa deja un poso muy muy amargo. Y en mi caso, por mi buena memoria histórica (un gran defecto, que se le va a hacer, por cierto que he dicho “Memoria histórica”: perdón, no pretendía hacer política…) esa amargura está bien fundamentada, creo yo.
Así, rápidamente, me vinieron a la cabeza dos libros (he dicho memoria histórica, tal vez debería decir “memoria lectora”, pero la historia muchas veces se refugia, a falta de otro sitio, en los libros, sobretodo en esta época tan “olvidadiza”). Estos dos libros son “Una mujer en Berlín” (Anónimo) y “Anábasis” del griego clásico Jenofonte.
Empezaremos por el primero… “Una mujer en Berlín” es un libro con valor histórico. No es una novela, es un diario escrito por una mujer que vivió el final de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Berlín por los rusos. No sabemos quien es esa mujer, y a no ser que Hans Magnus Enzens-Berger, que contacto con la autora (como explica él mismo en el prologo) nos lo quiera revelar algún día, no lo sabremos nunca. Y la verdad que es una pena porque después de leer el libro uno se queda con ganas de saber algo más de la autora. Pero la importancia del libro no radica en quien lo escribe, sino en lo que cuenta. Y lo que cuenta le podía pasar a cualquiera que viviera ese momento (y de hecho les pasó). En el libro se habla de muchas cosas, pero a mí me interesa destacar ahora una. Después de la llegada de los rusos a Berlín, hubo miles de casos de violaciones por parte de estos soldados. La respuesta natural de la población alemana, que se sabía vencida y a merced del vencedor, fue aceptar este hecho como mejor pudo y mirar para otro lado. Cuando la autora del libro, después de repetidas violaciones, va a visitar a una médico alemana porque piensa que puede estar embarazada, se atreve a preguntarle si, en caso afirmativo (resulta que no está embarazada), ella, la doctora, se encargaría del problema. Y la respuesta de la doctora, que es mujer y que tal vez, no lo sabemos, ha pasado por lo mismo, es tajante: “De eso no hablo”. Pese a todo el problema era tan grande que las nuevas autoridades de la ciudad, que eran pro-rusas y que no querían por nada del mundo llevarse mal con sus salvadores (me refiero, obviamente a la parte rusa de Berlín, de lo que sucedió en la zona ocupada por los americanos, ingleses y franceses no se habla en este libro) tuvieron que aceptar la existencia de este problema. ¿Y qué hicieron entonces? Pues lo que hacen siempre los políticos: O negar el problema o tratar de suavizarlo. Y así las violaciones, eso de lo que nadie hablaba en público pero que todo el mundo conocía se convirtieron en “relaciones sexuales coercitivas”. Una bonita manera de quitar hierro al asunto. Como podemos ver en Alemania en 1945 ya sabían bien que el peligro del lenguaje es dejar que las palabras adecuadas expresen con fidelidad unos hechos o unas ideas concretas. Las mujeres víctimas de violaciones y los hombres que han visto a sus mujeres violadas (entre otras muchas cosas, a veces los soldados, sobretodo cuando estaban borrachos, podían ser aún más peligrosos) ya podían dormir más tranquilos.
Pasemos al segundo libro…
La Anábasis, también conocido como “La marcha de los cien mil” o “la retirada de los cien mil” es un libro fantástico, no ya como documento histórico ( fue escrito en sobre el 400 antes de Cristo) sino como libro de aventuras. Se puede leer como se lee una novela. Y más de 2000 años han pasado sobre él sin quitarme ni un ápice de interés y de frescura. En la Anábasis, Jenofonte cuenta de propia mano cómo fue la expedición de un ejercito de mercenarios griegos por las tierras de Persia. Y no sólo cuenta las batallas, los grandes hechos históricos que vivió, sino también como era el día a día de los soldados. Y ahí están los detalles que ahora nos interesan, porque Jenofontes, como buen griego, no tiene ningún apuro en hablar de cosas como homosexualidad y eso que hoy llamamos pederastia. “Quería tanto a ese muchacho que murió de pena”, dice refiriéndose a un viejo mercenario que se había enamorado (y se lo había llevado con él, no sabemos sin con permiso o no de su familia) de un muchacho bárbaro (con lo de bárbaro me refiero a indígena, a “no griego”, a un nativo de una de las tribus, más o menos bajo dominio persa, que habitaban la península de Anatolia en esa época). Este es sólo un ejemplo, de los muchos que figuran en el libro. Ya digo, Jenofonte no tiene reparos en hablar de esas cosas que a nosotros hoy nos resultan tan… , ¿cómo decirlo?, ¿tan inquietantes? ¿tan chocantes?…
Y es que por lo visto los griegos no eran nada “tradicionales”. Sí, los griegos, antes de pretender hundir el continente con su inutilidad para la economía (o no, o no es culpa suya?), nos legaron muchas cosas, la democracia, el arte, la ciencia… Pero de su vida privada mejor no hablar… Eso conviene siempre pasarlo por alto. “Si algo no te gusta ignóralo”, ese es el lema habitual de los rebuscadores del pasado. “Nos quedamos con esto, pero ignoramos todo lo demás”. “Si mencionamos a Esparta olvidemos decir que los jóvenes espartanos tenían que matar a un ilota para demostrar su hombría, no digamos eso que queda muy feo”. Así se ha ido haciendo la historia y así se han ido creando las mentalidades colectivas.
Pero por lo visto mucha gente “nada tradicional” ha venido después de ellos, porque, pese a todas las leyes represivas que ha habido y hay en el mundo, a algunas personas, a muchas personas, a millones de personas, les da por no ser “nada tradicionales”, y no sólo en privado sino incluso en público. Conozco el caso de personas que se llaman a si mismas democráticas y tolerantes pero que están un poco molestas porque los homosexuales se exhiben demasiado, porque se han vuelto demasiado visibles. Esas personas, sin mala intención tal vez, preferirían que esta personas “ejercieran su derecho de una manera un poco más discreta”. Esto es un gran error. A mí me puede molestar o no ver a dos hombres besándose en público (no me molesta, pero podría molestarme), pero jamás se me pasaría por la cabeza prohibirlo. Porque no creo tener ningún derecho a hacerlo y porque democracia y tolerancia van unidas. Porque cuanto más oculto esté un problema peor funcionará esa sociedad, porque cuanto más abierta y más tolerante con los otros, los distintos, los “raros”, los que no comprendemos y en el fondo tememos, sea una sociedad más estable, más fuerte, más firme será su democracia. Sólo por eso pienso que, independientemente de una posible simpatía o antipatía personal por los homosexuales, como ciudadanos deberíamos defender los derechos de otros ciudadanos que se encuentran cuestionados y amenazados, aunque simplemente sea porque nuestra salud democrática peligra a la larga. “Cuando se llevaron a los comunistas, callé, porque yo no era comunista. Cuando se llevaron a los judíos callé, porque yo no era judío”… ¿Les suena la historia?
Siempre se empieza igual. Se ataca a las minorías. Se promulgan leyes represivas que no nos afectan y que nos dan risa. Los bordes se van corroyendo pero nosotros vivimos tranquilos, porque aún queda mucho donde morder. Pero por si acaso, sólo para quedarnos más tranquilos aún, vamos modificando el lenguaje, vamos cambiando el enunciado. Empezamos a no llamar a las cosas por su nombre. Empezamos a estar más preocupados por utilizar un lenguaje aséptico que por tratar de ver de donde viene esa suciedad. No queda feo llamar negro a un negro, lo que queda feo es no reconocer que tenemos un problema que aún no hemos solucionado. Porque a nadie se le ocurre llamar persona de color a un blanco, ¿verdad? No. Ahora ya no hay racismo. Me llevo de maravilla con mi vecino “de color”. “¿Yo? No yo no tengo nada contra los homosexuales, pero que se queden en casita… ¿Por qué tienen que provocar con eso del orgullo gay?
Y eso sólo es la punta del iceberg…
Pero qué digo, mejor ver El intermedio, gran programa, y reírnos un poco…