Las noticias pasan rápido. Nos hablan de mujeres violadas en países tercermundistas (no, no me refiero a España, en eso aún no lo somos) y luego acusadas de adulterio y nos olvidamos rápidamente, porque noticias hay muchas y casi todas malas.
“Si no quieres que te llamen feminista, entonces vale: no tengas trabajo o déjalo cuando te cases, admite que si te violan no se considerará un crimen y devuelve tu derecho a voto”.
No, no lo digo yo. Lo dice una mujer, una escritora: Caitlin Moran. Después de leer estas palabras, me pregunté en quién estaría pensando exactamente cuándo las pronunció.
Por otra parte, Monica Belluci decía hace poco en una entrevista en el suplemento de moda de El País que conocía “lo que es ser mujer en un mundo en el que primero perteneces a tu padre y después a tu marido”. Esas palabras las podía haber pronunciado una mujer del siglo XIX, o una mujer del siglo XX, pero las pronuncia una mujer del siglo XXI. No se refiere a los años sesenta, donde se cuestionaron profundamente las relaciones hombre-mujer, se refiere al 2013. Esas palabras pueden parecer un anacronismo, pero son la más rabiosa actualidad.
¿Es necesario un nuevo feminismo? Últimamente he visto esta pregunta planteada en diversos periódicos y revistas. Yo voy a añadir mi granito de arena. Hace poco releía un libro de texto para bachillerato de la editorial Castellnou (el libro es para alumnos catalanes y está en catalán) y me topé con estos párrafos, que me permito traducir:
“Las organizaciones obreras también se mostraron contrarias al trabajo femenino, sobretodo durante el sexenio revolucionario, cuando la modernización de la maquinaria (selfactinas y contínuas) se generalizó por todas partes y los fabricantes sustituyeron a los hombres por la mano de obra barata femenina e infantil.
Fue entonces cuando los trabajadores se movilizaron: en 1868, en Igualada consiguieron el despido en masa de las mujeres de las fábricas, y en 1870 los obreros de una fábrica en la ribera del río Balsareny se negaron a enseñar el funcionamiento de las selfactinas a las mujeres, para no ser sustituidas por ellas. Ese mismo año el movimiento anarquista se mostró contrario al trabajo de las mujeres en el congreso que tuvo lugar en Barcelona, aunque dos años más tarde, en el congreso de Zaragoza, reconoció el derecho de las mujeres al trabajo asalariado.”
Este texto se puede discutir, ya que es el texto de los autores del libro (justo es nombrarlos: Francesc Comas, Josep A. Serra y Rosa Serra). Lo que no se puede discutir, porque es un documento histórico, es el texto que viene a continuación y que complementa las palabras de los autores. Me refiero a un escrito de queja recogido por la historiadora Mary Nash en su estudio “La dona obrera a la Catalunya contemporánea” (Més enllà del silenci. Les dones a la historia de Catalunya, Barcelona, Generalitat Catalana, 1988), parte del cual dice:
“(…) es que estas mujeres puestas y preferidas en el lugar de los operarios bien se las considere esposas, hermanas o hijas es fácil ver desde luego su orgullo y predomino con respecto a sus padres, maridos o hermanos, y de aquí los insultos, las injurias, los desprecios, los dictados de gandules y vagos contra personas que en otro caso amarían y respetarían, imposibilitando a éstos en tan triste situación de poder reprender a aquéllas [sic] sus defectos y deslices y dado este inconveniente la precisa consecuencia de las discordia o inmoralidad de las familias de operarios, que insensiblemente se hará trascendental a las demás de esta población”.
Vamos… que el problema de que las mujeres trabajen en las fábricas no son los sueldos ínfimos, el trabajo extenuante y las malas condiciones higiénicas y sanitarias, sino que estas mujeres se vuelven orgullosas y arrogantes y se atreven a llamar vagos y gandules a sus maridos. ¡Cómo demonios podemos tolerar algo así!
No. No es broma. Es muy serio. Y lo peor es que ahora nos puede entrar la risa, o nos podemos permitir bromear (aunque sea un poco) sobre ello, pero es porque esto nos parece algo muy pasado, algo muy lejano, algo de otros tiempos oscuros y terribles, algo que ya no sucede hoy en día, en este mundo nuestro educado, civilizado, con derechos escritos y reconocidos… Sí, en una palabra, pensamos que esto no se va a volver a repetir. Eso es un error terrible, tal vez el más terrible de todos los errores. En España nadie se plantea hoy en día que una mujer trabaje o conduzca, pero sí pasa en otros países del mundo. Y desde luego, sí puede volver a pasar en este país. No hoy, desde luego, no a corto plazo. Pero puede pasar. La humanidad, las sociedades, siempre avanzan muy lentamente, incluso cuando de pronto sobreviene una revolución (entonces parece que se da un gran salto, pero en realidad ese salto es sólo la subida a un último peldaño, de una escalera que se ha ido subiendo muy poco a poco, casi sin darse cuenta). Olvidamos mucho. Olvidamos que nos movemos, olvidamos que no podemos ir deprisa, pero sobretodo lo que solemos olvidar es que el movimiento puede ser hacia delante o hacia atrás, y que a veces cambiar el sentido de la marcha cuesta muy poco, tan poco que casi ni nos damos cuenta de que estamos retrocediendo, o cuando nos damos cuenta ya hemos retrocedido más de lo que pensábamos. Siempre es lo mismo. Los derechos básicos no se atacan de repente. No viene un señor feudal y coge a un grupo de campesinos libres y les dice: “Vosotros, a partir de ahora sois mis siervos, poco más que esclavos”. No. El señor feudad se toma su tiempo. Va ganando terreno lentamente, cachito a cachito. Quita un derecho por ahí, impone un nuevo impuesto o una nueva norma por allá, y al final, doscientos años después, tenemos un feudalismo de manual, un feudalismo como Dios manda. “¡Ah, bueno, doscientos años, en doscientos años ya me haré muerto, qué más me da!” Sí. Desde luego. Tú sí. Y tus hijos. Pero ¿y tus nietos? ¿Algún día deberemos empezar a pensar realmente qué mundo queremos dejar a nuestros hijos, no? Bueno. Esto es algo que yo sólo puedo responder por mí mismo. Y sí, estoy pensando, por ejemplo, en la reforma de la ley del aborto. O en esa “nueva” ola homofóbica (permitirme la palabreja, es para atajar). Pero desde mi formación como historiador veo una serie de pautas y una serie de olvidos. Ya he dicho antes que tal vez recordar la historia no sirva de mucho, pero desde luego la historia pone sobre la mesa unas señales de alarma, y la experiencia me dice que no siempre (bueno, en realidad casi nunca) las sabemos ver. Y hoy las alarmas están por todas partes. Nos hemos olvidado lo que costó lograr los derechos laborales, nos estamos olvidando lo que constó lograr los derechos sociales. Las mujeres del siglo XIX, las mujeres del siglo XX, tuvieron que aguantar muchas humillaciones, insultos, negativas, violencias verbales o físicas hasta poder trabajar como cualquier compañero masculino. Las fábricas de la época no eran unos sitios maravillosos, y los patronos que contrataban mujeres y niños en lugar de hombres no pensaban en otra cosa que en su beneficio económico (bueno, es una fábrica, es el capitalismo, se trata de reducir los gastos y aumentar las ganancias, no lo olvidemos, y todo vale mientras no se diga lo contrario: de ahí la necesidad de las huelgas o los sindicatos, que presionen para conseguir unas leyes que regulen el trabajo y luego velen para que se cumplan… sí, eso es otra cosa que ya hemos olvidado…), pero independientemente de los intereses y las penurias del momento, el trabajo de las mujeres en las fábricas fue uno de los primeros pasos hacia la emancipación definitiva de la mujer. Feminismo y capitalismo van unidos. Derechos civiles y capitalismo van unidos. Los sistemas de producción cambian, la sociedad cambia. ¿Para bien, para mal? Eso es otro tema.
Por cierto, ¿he dicho emancipación “definitiva”? A lo mejor estoy siendo demasiado optimista… Y no. El tiempo no lo dirá. Lo diremos nosotros. Y lo estamos diciendo hoy. Con lo que hacemos. Y con lo que no hacemos. También con lo que no hacemos. Otra cosa que solemos olvidar…