En 1895 un joven seminarista que quería ser poeta escribió estos versos:
El capullo rosado se abre.
Rápido se tiñe de pálido azul violáceo
Y, agitada por la brisa ligera,
La lila del valle se inclina sobre la hierba.
La alondra ha cantado en el oscuro azul,
Volando más alto que las nubes,
Y el ruiseñor de dulce sonido
Canta desde los arbustos una canción a los niños.
En 1936, ese joven aspirante a sacerdote y poeta se había convertido en Stalin, el asesino de más de veinte millones de personas. (Y no pensaba parar.)
Pues no. No penséis que ese poema de Stalin es malo. En primer lugar está escrito en georgiano y la traducción, como suele ocurrir, traiciona al poema. En segundo lugar ese tipo de poemas bucólicos entraban plenamente en el estilo romántico vigente en la época. Robert Service lo reproduce íntegramente en su biografía sobre Stalin. Y destaca que tuvo mucho éxito. Stalin no es el caso de Hitler. Si de Hitler se suele apelar a su fracaso como pintor, al rechazo y deprecio que sufrió en su juventud por los jerarcas del mundo del arte, Stalin en cambio fue pronto reconocido como poeta en su tierra georgiana. Tenía un futuro delante de él que no quiso seguir. Él renunció a la poesía, no fue rechazado por ella. Tal vez le pudo su ambición. Los poetas no son ambiciosos por naturaleza. Y si ambicionan algo no es el poder sino el talento o, todo lo más, el éxito. En este sentido Stalin nunca fue un poeta.
¿Pero era un monstruo, un ser malvado y totalmente inhumano?
En una carta a su amigo Kamenev (al que luego mandará matar) escrita en Cracovia en 1912 le dice: “Te doy un beso esquimal en la nariz. ¡El diablo me lleve! Te echo de menos, lo juro y perjuro. No hay nadie, absolutamente nadie con quien tener una conversación sincera, maldición. ¿No podrías venirte de algún modo a Cracovia?”. Como dice Robert Service es un grave error pensar que los dictadores y los asesinos son personas radicalmente distintas a nosotros.
Tengamos siempre presente el caso de Stalin. A veces los que ganan no son los mejores sino los peores, los más viles, los más crueles. En el carro de la historia sólo hay muchos que empujan y sólo dos que dirigen: los idealistas que están dispuestos a morir y a matar por sus ideales y los ambiciosos que están dispuestos a matar y a morir por su ambición. Normalmente, en algún momento dado, los idealistas son arrojados a la cuneta.
Y tengamos siempre presente también el caso de Bartolomé de Carranza, Arzobispo de Toledo, intelectual erasmista que fue acusado de herejía por la inquisición española y fue finalmente trasladado a Italia y absuelto por el Papa después de un larguísimo proceso en 1576.
Pese a su absolución, nunca volvió a España. Murió en Roma poco después de escribir estos versos:
Son hoy muy odiosas / qualesquier verdades / y muy peligrosas / las habilidades / y las necedades / se suelen pagar caro. / El necio callando / parece discreto / y el sabio hablando / se verá en aprieto. / Y será el efecto / de su razonar / acaescerle cosa / que aprende a callar. / Conviene hacerse / el hombre ya mudo, / y aun entontecerse / el que es más agudo / de tanta calumnia / como hay en hablar: / sólo una pajita / todo un monte prende / y toda palabrita / que el necio no entiende / gran fuego prende; / y, para se apagar, / no hay otro remedio / si no es con callar.