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Leonardo Torres Quevedo

Al tipo que murió tal que hoy en 1936 le tocó nacer en España. De haberlo hecho en cualquier otro país, no digamos Estados Unidos o en el Reino Unido —o Francia, donde lo tenían en palmitas—, habría más calles a su nombre de las que tiene —unas cuantas. Las he comprobado. Algo es algo—, y sería considerado poco menos que una gloria nacional. Pero le tocó nacer en España, y con eso ya está todo dicho. El tipo al que me refiero se llamaba Leonardo Torres Quevedo, y como ejemplo de lo que digo ahí va este dato: es el artífice del único invento registrado en España que aparece en el programa MIlestones, algo así como el salón de la fama de la historia de la ingeniería, por su Telekino, presentado en sociedad en Bilbao en 1906; del que luego os contaré algunas cosillas.

Sí, Leonardo Torres Quevedo, uno de los más geniales inventores de finales del siglo XIX y principios del XX. Y español, cántabro de nacimiento, aunque su familia residía en Bilbao; que se instaló en Madrid en 1899 para participar en su vida cultural y todo lo se preciara por entonces: charlas en el Ateneo, creación del Laboratorio de Mecánica Aplicada —más tarde de Automática—, del que sería director, dedicado a la fabricación de instrumentación científica… Miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas Naturales —de la que fue presidente en 1910—, de la Real Academia Española, Doctor Honoris Causa por La Sorbona, miembro de la sección de Mecánica de la Academia de Ciencias de París… La hostia, vamos. Incluso rechazó ser ministro de Fomento en 1918. Que conocía el percal, vamos. Lo suyo era inventar, desarrollar cosas, hacer más sencilla la vida al prójimo. Cosas serias, en definitiva.

Vale, pero ¿qué cosas?, os estaréis preguntando. A ver, ¿cuántos habéis visitado las cataratas del Niágara? Los que lo hayáis hecho, ¿recordáis ese transbordador que cruza de orilla a orilla? Pues es suyo. Del año 1916. Y aún está operativo, oigan; o el dirigible Astra-Torres, que a diferencia de otros modelos se caracterizaba por su flexibilidad. Tanta, que podía plegarse. Sí, como un papel. Y, claro, los franceses de Astra, empresa que se alió con él, dando palmas con las orejas. Y con las mismas prestaciones que el Zeppelin. Dirigibles que fueron utilizados por los ejércitos francés e inglés durante la Primera Guerra Mundial. Incluso llegó a diseñar uno para transportar pasajeros, el Hispania, que nunca se llegó a construir.

Y, para acabar, el remate, lo que os va a dejar a cuadros si no conocéis la figura de Leonardo Quevedo Torres: el telekino, del que ya os avisé al comienzo de estas líneas. Tras el nombre de esta creación que patentó en 1093 —ojo, 1093. Gran año, sin duda. Ese año también se creó mi Atleti—se esconde el primer mando a distancia de la historia —del griego tele: distancia, y Kino: movimiento— que ejecutaba órdenes a través de ondas hercianas. Una de sus demostraciones, pilotar un bote llamado Vizcaya por el lago de la Casa de Campo de Madrid, dejó a la peña con una cara como la del cuadro de Munch, pero sin gritar. Acojonante, vamos. Como también lo de su Ajedrecista autómata, esto es, un ajedrez que te daba jaque mate él solito. Cierto que sólo podía mover dos piezas —el rey y la reina—, pero dejó a la peña flipada. La primera versión constaba de unos brazos mecánicos, pero en la segunda —que presentó en París—, los sustituyó por imanes. Sí, la hostia. Y en el año 1920. Y si antes dejó a la peña flipada, con esta innovación ya ni os cuento.

Pues ese tipo, Leonardo Torres Quevedo, la palmó tal que un día como el de hoy de 1936, y merecía al menos este homenaje.

Y es lo que os tenía que contar hoy.

 

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