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La entrada de Carlos I de España y V de Alemania en Valladolid

Tal que un día como el de hoy de 1517, y con apenas 17 inviernos a cuestas, mi colega Carlos entró en Valladolid dispuesto a tomar lo que consideraba suyo, esto es, la corona de Castilla; después de que palmara su abuelo, Fernando, y de que entre unos cuantos se encargaran de quitarle a su madre, Juana —heredera legítima de los derechos— de en medio para que no entorpeciera la causa, y también de parar los pies a su hermano Fernando, a quien apoyaba parte de la nobleza castellana.

Aquello, lo de su entrada en Valladolid, cuentan las crónicas que fue para verlo. Refieren éstas que cerca de 40.000 almas se echaron a la calles para aclamar a un tipo que, de lengua castellana, ni papa, y menos de las costumbres, usos y demás de los castellanos. Más flamenco —de Flandes, digo, no de arte y salero. De eso andaba bastante escaso el hombre, para qué engañarnos—, imposible. ¿Que qué vieron para que aquello fuera el acabose? Pues la entrada del que iba a ser rey, y con el tiempo también emperador. A saber: 500 infantes abriendo el cortejo seguidos de la caballería real, trompetas varias, caballeros del Toisón de Oro por aquí, altos dignatarios por aquí, duques, condes, marqueses… Y él, mi colega Carlos, en compañía de sus hermanos Leonor y Fernando, del arzobispo de Zaragoza, de representantes del Papa, de su abuelo, el emperador Maximiliano… Porque no existía el Real Valladolid por entonces, que seguramente tampoco hubiera faltado algún integrante de su plantilla.

Y un frío… Que cuando el grajo vuela bajo hace un frío del carajo, y cuando vuela rasante… Y más por encima del Pisuerga. Unamos a eso la lluvia, y el patio que se quedó —calles hechas un cenagal— fue tan extraño como un belga por soleares; que mi colega, flamenco como era, traía a cuestas una comitiva tan variopinta —y muy, muy flamenca. De Flandes, repito— como poco simpática a ojos de los castellanos. Vamos, que hay más alegría en un tanatorio que en las caras, por ejemplo, de los clérigos que los recibieron, que se negaron a acogerlos e, incluso, interrumpían los oficios si algunos de aquellos flamencos entraban en los templos durante la misa. Ni siquiera las mil antorchas encendidas y repartidas por las calles para recibir a mi colega Carlos le insufló del calor que buena parte de los castellanos le negó desde el primer momento, contrarios a un rey como él. Y que fue, a la postre, el germen de la que se lio unos pocos años después.

 
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