Tal que un 11 de noviembre como el de hoy, pero de 1918, se firmó el Armisticio de Compiègne, con el que se dio por concluida la Primera Guerra Mundial. Por abreviar, los aliados y alemanes firmaron un documento por el que los segundos reconocían su derrota, y de paso, lo que les venía encima. Que no fue flojo. Al lío.
A eso de las 5 de la mañana, con la fresca, y en un vagón de tren estacionado en el claro de Rethondes, en el bosque de Compiègne, al norte de París, se reunieron miembros de los Gobiernos francés y británico con representantes del Imperio Alemán; quienes sabían que iban a recibir manguzás y tollinas hasta en el cielo de la boca, y más. Lo que no sospechaban era el calibre de todas aquéllas. La firma fue resultado de las negociaciones que se iniciaron tres días antes, el 8 de noviembre, cuando las partes referidas se reunieron en el mismo lugar para negociar el armisticio que pusiera fin a la guerra de manera oficial; guerra que se había llevado por delante la vida de más de 30 millones de personas, empujado al hambre y a la miseria a bastantes más y dejado ciudades, pueblos y caminos hechos unos zorros.
Tollinas y manguzás, decía antes. Cuando los alemanes se sentaron a la mesa a firmar el acuerdo negociado sabían lo que firmaban. Y lo que firmaban tenía para su pueblo peor pinta que los tomates de algunas fruterías. A saber: desmilitarización de Alemania y compensación por los dalos causados durante la guerra. Tres días les dieron los aliados para pensárselo, y el que no estaba dispuesto a aceptar dichas condiciones fue el Kaiser Guillermo II, que chilló que os las comáis vosotros, abdicó del trono y se largó a Holanda, donde se exilió. Las nuevas autoridades alemanas, deseosas de acabar con aquello de una santa vez, dijeron que sí a todo el día anterior a la firma, el 10 de noviembre. Y eso fue lo que se firmó tal que hoy hace 101 años a las 5:12 minutos de la mañana; documento que entró en vigor “el once del once a las once”.
¿Qué quiere decir eso? Que hasta las 11 de la mañana del día 11 de noviembre todavía la palmó alguno a consecuencia de un tiro, bomba o lo que fuera menester para mandar a cualquiera al otro barrio. Si bien hubo soldados que, conscientes de lo que estaba a punto de suceder ―la firma del ansiado armisticio― dejaron correr el tiempo, algunos aún aprovecharon para dar rienda suelta al gatillo, como el soldado norteamericano Harry S. Truman, oficial de artillería por entonces y, con el tiempo, presidente del país, que pegó el último tiro, como así reconoció, y siempre según las órdenes recibidas ―lo recalcó siempre. La culpa, para otro― a las 10:45 de la mañana del 11 de noviembre. O sea, un cuarto de hora antes de la entrada en vigor del armisticio.
Y por una de esas escaramuzas murió Henry Gunther, que la palmó a las 10:59 al desobedecer la orden de su sargento. El colega, que había sido degradado por denunciar en una carta las malas condiciones de las trincheras en las que penaban las tropas, cogió su bayoneta y cargó contra la trinchera enemiga con la idea de hacer méritos y recuperar su categoría de sargento perdida. Los enemigos, sabiendo que la cosa estaba finiquitada, dispararon al aire para quitarle la idea. Tate quieto y no seas tonto, y todo eso. Pero Henry Gunther, que dale al torno, Perico, iba a lo suyo, y los de la trinchera que quería tomar se lo llevaron por delante. Por tonto. Eso sí, ya muerto, consiguió lo que se proponía, pues el ejército norteamericano le restituyó el grado de sargento perdido.
En definitiva, el armisticio fue una ruina para Alemania. Sangre, dolor y lágrimas le costó. Lo que aprovechó un soldado herido durante la contienda, un tal Adolf Hitler, para preparar al país de cara a la revancha. Pero eso ya es otra historia.
Y es lo que tenía que contaros hoy.
