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Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel

Hoy se cumplen 512 años del nacimiento de uno de mis tipos preferidos, de uno de esos nombres esculpidos a fuego y sangre en las líneas de la historia; del nacimiento de un grandísimo hijo de puta o del fulano con más honor y valor que hayan conocido los tiempos vividos y los venideros —que diría un soldado de cuyo nombre no quiero acordarme—, según como se le quiera ver. El tipo al que me refiero se llamaba Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, pero seguramente lo conozcáis mejor por ser el tercer duque de Alba. Incluso, ítem más, por ser el Gran duque de Alba. El bueno, el fetén, vamos. Al lío entonces.

De él se puede decir que sirvió a dos de los hombres más poderosos de la historia: al emperador Carlos V y a su hijo, Felipe II, y a ambos sirvió con diligencia incondicional. Abulense de nacimiento —Piedrahita—, pronto supo lo que era ganarse la reputación, cuando se las vio frente a los franceses en 1524 —es decir, con diecisiete otoños, la criatura— dándole cera de la buena a Fuenterrabía —u Hondarribia, como prefiráis—. Lo que se llama un bautismo de fuego; reputación que acrecentó acudiendo a defender Viena en 1531, asediada por los turcos, y en la toma de Túnez en 1531. Así que, lógico que el emperador Carlos V viera algo en él. Un tipo leal, servicial, dispuesto a entregar hasta el último gramo de sus fuerzas, hasta el último aliento, a la causa imperial. Y tanto.

Que el tipo ganó en prestigio con los años es algo tan cristalino como que Nathan R. Jessup ordenó el código rojo; y después de hacer retroceder a los franceses en el Rosellón defendiendo la frontera española, se embarcó en la aventura imperial de darle al protestante —esto es, la Liga de Esmalkalda— hasta en el cielo de la boca, emprendida por el emperador Carlos V en 1546. Ya sabéis, Mühlberg, vine, vi y Dios venció, que dijo mi colega Carlos una vez derrotada la tropa hereje, y todo eso.

A partir de entonces, ya como mayordomo de Felipe II y siendo uno de los principales partidos de la Corte, sirvió como consejero del nuevo rey, ejerció como virrey en Nápoles y capitán general de Milán, y se las dio con queso a los franceses y a su Santidad Paulo IV cuando quisieron meter sus zarpas en aquellos territorios —la cosa se zanjó con la paz de Cáteu-Cambresis en 1559—. Hasta que se las tuvo tiesas con Ruy Gómez de Silva, otro que tal baila, lo que le relegó al ostracismo; del que salió en 1567 cuando Felipe II le pidió encarecidamente que arreglara lo del avispero de Flandes. Donde la lio parda, pero parda pardísima, pues más que apaciguar ánimos, montó un cuadro que ni Munch ni Picasso juntos —épico su Tribunal de Tumultos—. Es tal la avería que allí dejó, que es mentar al fulano por aquellos lares y podéis tener una mala cara en el mejor de los casos, y un jaleo de distinta graduación según el interlocutor que tengáis delante.

Total, que con Flandes incendiado y una sublevación de las buenas —de las de verdad, no lo que se ve ahora—, cayó en desgracia y fue confinado unos años hasta que, una vez más —sus cualidades eran innegables. Eso lo sabía Felipe II más que nadie—, fue enviado por el rey en persona a Portugal para asegurar el trono portugués en 1580. Como siempre, cumplió su cometido de manera ejemplar y falleció en Lisboa, ciudad en la que había entrado dos años antes como promesa que le hizo a su rey.

Pues ese tipo, ese fulano, fue Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, el tercer duque de Alba. El Gran duque de Alba.

 

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