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La historia de Nobuo Fujita

En 1997, a la edad de 85 años, palmó Nobuo Fujita. ¿Quién? Un japonés. Calma, que sigo. Parte de sus cenizas fueron enterradas en un bosque de Brookings, una pequeña ciudad norteamericana del estado de Oregón. Vale, ahora los ojos como platos. ¿Y qué tiene que ver el japonés con una pequeña ciudad norteamericana? Porque el tal Nobuo es el protagonista del único ataque que los EE.UU. continentales (lo de Pearl Harbour, al ser en Hawái, no cuenta) por parte de una potencia extranjera. El del tal Nobuo. Vamos al lío.

Segunda Guerra Mundial, la ensalada de tiros, bombazos y demás barbaridades que se llevó por delante la vida de cincuenta y cinco millones de personas —persona arriba persona abajo—. Fujita Nobuo, piloto del ejército nipón de 1933, gastó buena parte de su desempeño en dicha guerra realizando misiones de reconocimiento. O sea, Australia, Nueva Zelanda, el estado de Alaska de los EE. UU… Siempre a bordo de su Yokosuka E14Y, un hidroavión que podía despegar desde submarinos. Ideal para sobrevolar zonas alejadas de los territorios controlados por los japoneses.

Nobuo Fujita entendió que, además de servir para misiones de reconocimiento, aquel avión también podría ser útil para otras cosas. Para atemorizar, por ejemplo. Estamos aquí, os podemos hacer daño, y tal, si se adaptaba como bombardero ligero para atacar al enemigo. Así que con ese plan se presentó ante sus jefes: tirar bombas incendiarias sobre zonas boscosas de los EE.UU. para distraer la atención del ejército norteamericano y proteger sus costas, lo que supondría desviarlo del Pacífico.

Pues vamos para adelante, le contestaron sus superiores. Al alba, al alba del 9 de septiembre de 1942, Nobuo Fujita y su observador Okuda Shoji despegaron con su E14Y desde un submarino emergido cerca de la costa de Oregón y dejaron caer dos bombas incendiarias sobre una zona boscosa a las afueras de Brookings. 76 kilos pesaba cada bomba, que dispersaron algo más de quinientas bolitas incendiarias por un área de unos noventa metros cuadrados. Fuego, brillo de las llamas. Pum, pum, pum. Eso vieron a través de los cristales del avión.

Un éxito de misión. Los EE.UU., atacados, anunció la prensa al día siguiente. ¿Y la americana? Nada de nada, porque el ataque fue poco menos que un fracaso: tanto había jarreado en días anteriores que los árboles —solo siete se quemaron— estaban húmedos; y de lo poco que se quemó —aquellos árboles— ya se encargó un pequeño destacamento de bomberos del estado de Oregón.

Y poco más. Ahora, lo de las cenizas. La guerra acabó, Nobuo Fujita abrió una fábrica de cables de cobre —Okuda murió en misión kamikaze en 1944—, y en 1962 recibió una invitación de la ciudad de Brookings para que asistiera como invitado a una fiesta local en prueba de las buenas relaciones entre ambos países. El hombre aceptó, aunque fue más mosqueado que un pavo en Navidad. Y resultó todo lo contrario: hasta el alcalde le entregó la llave de la ciudad.

Nobuo Fujita regresó en dos ocasiones más a Brookings. En la última de ellas, en 1992, plantó una secuoya en el lugar donde arrojó las dos bombas incendiarias en 1942. Antes de su muerte, fue nombrado ciudadano honorario de la ciudad; donde, ya en 1988, expresó su deseo de que fueran enterradas parte de sus cenizas.

 

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