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El whisky de Don Leonardo

Olía a Brumel y le encantaba Leonard Cohen. Incluso solía vestir como él: pantalón y americana negros, camisa del mismo color y corbata ocasional de idéntica tonalidad. En ocasiones se tocaba la cabeza con un borsalino cuya tonalidad no desentonaba con el vestuario. De tanto verlo de esa guisa supe que llevar sombrero significaba que se disponía a cortejar a cualquier damisela. Que fueron muchas. Muchas. Lo juraba.

Decía llamarse Lorenzo, pero le llamábamos Don Leonardo por el cantante canadiense. Se sabía todas sus canciones y las tarareaba tranquilo, sentado en la esquina del bar donde los amigos nos reuníamos al salir del instituto. Decía haber bebido mucho whisky y fumado no menos tabaco americano, y que por eso tenía la voz tan ronca. Como Leonard Cohen.

—¡Cántenos una, Don Leonardo! —le pedíamos casi con lástima ya a última hora de la tarde, cuando el bar estaba a punto de cerrar.

Suzanne takes you down to her place near the river… —se arrancaba él con su voz ronca y la lengua hecha nudos de tanto alcohol como llevaba en el cuerpo.

—¿Y cómo era aquella de Berlín y Nueva York? —le gritábamos entre risas.

First we take Manhattan, then we take Berlin… —replicaba él. Incluso se llegaba a levantar, daba dos pasos y de no agarrarse a las mesas contiguas hubiera dado con sus huesos en el suelo en más de una y de dos ocasiones.

—Si es que ya no tiene usted edad para beber… —le decía alguno del grupo a modo de sentencia que él acataba asintiendo con la cabeza para volver a sentarse al pie de la mesa, llenar el vaso y darse un nuevo lingotazo a la salud de Maribel, de Lucía, de Juana y del centenar largo de mujeres que, juraba, habían pasado por su cama.

Hasta que un día, por cuestiones de tiempo, llegué solo al bar. El profesor de literatura no dio señales de vida, así que acudí a la segunda casa del grupo. Y le vi. Allí, sentado en su mesa, en la esquina del local. Me vio entrar y me hizo una señal para que me acercara a él. Lo hice con curiosidad. No habíamos cruzado más de dos palabras y siempre con el grupo de por medio, pero nunca a solas. Me pidió que me sentara, y fue hacerlo y encontrarme con un vaso lleno de whisky como cuarto compañero de mesa. Como de costumbre, estaba borracho.

—Bebe —me ordenó.

—Yo…no… Es que no… —balbuceé.

—Que bebas. Y de un trago.

No sé si era bueno o malo, pero me sentó como una patada en la entrepierna. Hasta tosí. El brebaje me había quemado todo lo que encontró a su paso dentro de mi cuerpo. Él soltó una carcajada, después expulsó una calada del cigarro que estaba fumando y levantó la vista.

—¿Sabes ligar? —me soltó de sopetón.

—¿Cómo? —respondí sorprendido.

—¿Qué haces para ligarte a una chica?

—Pues hablamos primero y luego, si veo que la conversación se alarga y se muestra interesada…

—Tonterías —me cortó de golpe—. Ven conmigo.

Casi me arrastró hasta la mesa de las dos mujeres que vio entrar mientras el whisky destrozaba mi estómago tras abrasarme la garganta y la traquea. Decir que aquellas mujeres me doblaban en edad era tan cierto como que, asimismo, el paso del tiempo había sido benigno con ellas. Don Leonardo me guiñó un ojo, se quitó el sombrero y les preguntó si querían compañía. Y así fue como empezamos a hablar. Él con su voz ronca. De todo. Una de las personas con más cultura que he visto en mi vida. Hasta que empezó a cantar mirando a la mujer que le gustaba. Ésta le observaba embobada, con la boca abierta.

And I’ll dance with you in Viena, I’ll be wearing a river disguise…

Y antes de que acabara de cantar Take this Waltz del maestro Cohen ya había abandonado el local con la mujer que le llamó la atención agarrada de un brazo. Se giró para verme y me lanzó un guiño en la distancia. «Ahí te dejo esa lección, chaval. No la olvides», parecía decirme. La otra se encogió de hombros, me miró y compuso un gesto mohíno cuando vio que la dejaba sola al entrar mis amigos en el bar. Demasiado trago para mi poca experiencia sexual por entonces.

Don Leonardo murió a los dos meses de aquel día. Lo supe al volver de vacaciones. Se marchó en silencio y en soledad. Días después, la mesa y silla que ocupaba en el bar se llenaron de flores anónimas. Matías, el dueño del bar, nos dijo que vinieron muchas, muchísimas mujeres a depositarlas donde sabían que se sentaba don Leonardo, que no mintió cuando habló de sus aventuras.

Llegué a la universidad, me licencié en ingeniería industrial y un mes de agosto acabé en Palma de Mallorca con los pocos del grupo que seguíamos viéndonos. La semana entera entrando a saco a todo lo que se movía no dio ningún resultado. ¿Éramos nosotros? ¿Eran ellas? La última noche la pasamos en un pequeño bar del puerto. Por la puerta entró un grupo de chicas. Una de ellas era morena, preciosa. Imposible olvidarla. Mis amigos resoplaron.

—Demasiado Miura para tan poco torero… —llegó a decir uno de ellos.

Ante la sorpresa de todos ellos, me dirigí a la barra del bar, donde pedí un whisky que me bebí de un golpe y me acerqué al grupo de chicas. Accedieron a que me sentara con ellas, y a los diez minutos la morena y yo salimos del bar buscando un lugar tranquilo donde conocernos mejor.

Con ella me casé tres años después.

Por cierto, le encanta Leonard Cohen y todavía me recuerda cómo pude destrozar Take this waltz delante de sus amigas la noche que nos conocimos.

—Sería cosa del whisky —le respondo yo cada vez que recordamos el momento.

—Sería eso, sí.

 

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