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La muerte dulce

Hay días que nunca se sabe cuándo ni cómo terminarán. El que ambos contemplaban al pie de la ventana, con la amanecida, parecía estar a punto de concluir. De pie y desnudos, él abrazándola a ella por la espalda, escrutaban un paisaje de olas tranquilas, de mujeres dándose el primer baño de la jornada y de parejas corriendo por la arena. Como banda sonora, sus respiraciones acompasadas. Se besaron en silencio con calma y ella lanzó una mirada a la cama que él entendió. La cogió de una mano y recorrieron la escasa distancia que mediaba entre la ventana y el destino de sus últimas fuerzas. Comenzaron a besarse con frenesí, él con las manos acariciando los muslos de ella y ella, sobre él, con la izquierda tras la nuca del hombre que la había conquistado a base de palabras y de halagos. O eso creía él; y la derecha, bajo la almohada.

Se conocieron horas antes en un local del puerto. Él vestía traje negro de marca y camisa blanca. Lucía un moreno natural y una sonrisa que era una tarjeta de presentación capaz de derretir a más de una mujer. Su zalamería hacía el resto. Ella escogió un pantalón de algodón de color claro, camiseta blanca de tirantes y zapato cómodo. Nunca se sabe, pensó mientras decidía qué calzado escoger en la habitación de la pensión donde pernoctaba. Música de moda, gente bailando y hablando. Y se vieron. Ella hizo todo lo posible porque él la viera. No por el atuendo, muy sencillo, sino por su físico. Porque, a pesar de la sencillez del atuendo, los pantalones dejaban entrever unas curvas nada desdeñables y la camiseta unos pechos deseables. Que fuera morena, de pelo largo y piel cetrina, y sus ojos grises como un mar arrasado por el temporal la convertían en un faro que rompía hasta la oscuridad más profunda.

—¿Y tú? ¿De dónde has salido? —le soltó él a modo de saludo.

—Ando por aquí…

—¿Sola?

—¿Ves a alguien más junto a mí?

Luego bailaron una canción, después otra, y más tarde salieron a la terraza a charlar con una copa en la mano. Él le señaló la casa que había alquilado para pasar el verano. Ocupaba la parte superior de una cercana cala. Paredes blancas, varios pisos y piscina al pie del mar.

—Si quieres, te la enseño.

—¿El qué? —preguntó ella. Su sonrisa pícara lo decía todo.

—La casa.

—Cuando quieras.

Lo que más estaba conociendo ella era la habitación, a la que llegaron sin prestar atención al resto de dependencias de la casa. Con la tercera copa en el cuerpo decidieron abandonar la terraza y allí estaban, ella sobre él, entablando el último combate de la jornada. El último, sí. Para él, seguro. Ella tenía por costumbre hacer su trabajo de manera limpia y discreta.

—Éste es —le dijo la persona que le hizo el encargo, mostrándola una foto del tipo que yacía ahora bajo ella—. Y aquí —le acercó un sobre deslizándolo con un dedo por la mesa de cristal—, lo convenido. Gastos incluidos, por supuesto. Le será sencillo. Picaflor y hortera. Lo tiene todo.

La muerte dulce. Así la llamaban en el sector. Ejecutora de deudas, ajustadora de cuentas, limpiadora de pasados sucios. Discreción y resultados, eso era lo que ofrecía. Nunca preguntaba por qué, aceptaba los encargos sin preguntar. El cómo era siempre cosa suya. Y al tipo que se estaba trajinando y cuya muerte se contaba por ceros en el cheque que recibió a cambio, lo despacharía después de darse una alegría para el cuerpo. No le vendría mal el calor para amortiguar el frío de la pistola que acariciaba con la mano derecha, bajo la almohada.

 
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