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El desconocido del mar

Ante sus ojos, el infinito azul. A su espalda, un horizonte negro salpicado de certezas.

El infinito azul era el mar por el que navegaba con el afán de encontrar a una persona que dio por desaparecida muchos años antes. Sabía -no era una intuición, sino una realidad- que todavía estaba viva y también que la encontraría tardara lo que tardase en rastrear aquellas aguas que conocía como las palmas de sus manos. El horizonte negro era la costa, que en la distancia semejaba la silueta de un cocodrilo; varios picachos asomaban por encima del villorio que daba nombre al puerto del que zarpó a temprana hora de la mañana. ¿Las certezas? Que estaba sin blanca, que el pequeño velero era lo único que le quedaba en propiedad tras un costoso divorcio de la mujer que más amó, y que encontrar a la persona que tanto le interesaba era cuestión de tiempo. Navegaría día y noche, siempre al amparo de la costa, y anclaría en aquellas calas que ofrecieran las mejores condiciones para fondear con calma en caso de que el mar se pusiera farruco, o bien cuando llegara la noche. La despensa estaba llena de provisiones y el combustible almacenado en el depósito le aseguraba una semana de navegación. Tiempo suficiente, estimaba el tipo que mantenía firme el timón sin levantar la vista del horizonte.

 
El tipo en cuestión frisaba los cincuenta y fue un importante abogado de carrera exitosa y contrastada al que la mujer se dedicó a engañar con todo el que se cruzaba por su camino. Demasiados casos, demasiados momentos fuera de casa, se lamentaba recordando cada instante, cada nombre, cada mensaje, cada llamada. Porque ella era guapa. Una belleza, y de buena familia. El padre de la chica puso de su parte para que no les faltara de nada. Así llegaron un matrimonio y dos hijos casi seguidos. En el bufete de abogados del suegro comenzó a escalar, a ganar casos, a conocer a más y más gente… Y también a llenar de soledad los días de su mujer. Los rumores se convirtieron en certezas, los nombres en caras y los números de teléfono en visitas a una cama que nunca se enfriaba. Lo peor fue el divorcio, que además de habitaciones vacías y de espejos solitarios le dejó con una mano delante y otra detrás merced a las artimañas de su suegro. Sólo le quedó el barco con el que navegaba por un mar tranquilo.
 
¿A quién buscaba dicho tipo? A un hombre en concreto. Llevaba años sin saber de él, como digo, y un par de meses antes decidió salir en su búsqueda. Conocía el lugar, tan inmenso como el mismo mar cuyas aguas rompía la proa de su velero. Dónde y cuándo no le importaban. Lo encontraría. ¿Que quién soy yo? Yo soy quien cuenta la historia.
 
Los dos primeros días le parecieron infructuosos, pero aun así encontró varias señales de su paso. La persona que buscaba había estado allí. El tercer y cuatro días no difirieron de los anteriores, pero sí el quinto. Las cartas no engañaban: no había sitio donde anclar y el aviso que recibió por radio fue tan estremecedor como la voz que anunciaba la tormenta que se aproximaba. Avistó sus nubes, del mismo color que su presentimiento, y la cortina de agua que, a pesar de la distancia, avisaba de que lo que traería consigo no sería nada agradable. Que no lo fue. Para cuando el sol se marchó la tormenta ya jugueteaba con el barco como si fuera de papel. Cerró escotillas, arrió la mayor y tragó saliva.
 
¿Cómo fue aquello? Demoledor. ¿Por qué lo sé? Me lo contó el tipo, repito. La cortina de lluvia barría la cubierta una y otra vez y el viento zarandeaba el velero sin misericordia. Vio el fin de todo. Sus hijos, la mísera existencia que le esperaba por delante, sin contactos con los que empezar, sin dinero… Lo que no vio fue el acantilado contra el que el mar empujó su velero, donde reventó en mil pedazos. Al tipo lo encontré tirado en la arena de una cercana playa al amanecer del día siguiente. Tuvo suerte. De salvar la vida y de que yo paseara con el perro por aquella playa a tan temprana hora. Le reanimé como pude y conseguí hacerle despertar. Lo peor fue el traslado hasta el hospital. Una odisea sacar el cuerpo de allí, un lugar tan poco accesible, pero se consiguió.
 
Al día siguiente me llamaron del hospital. El tipo quería dar las gracias a quien le salvó la vida. Al que saludé postrado en la cama y que, todavía, me tendió una mano para que se la estrechara. Hablamos de la peripecia, de cómo salvó la vida por puro milagro… Todo lo que acabo de relatar. Sin embargo, algo adiviné en sus ojos que no era normal. Una mirada especial, distinta. Fue cuando quise conocer el porqué de su viaje.
 
—Quería encontrar a una persona —me confesó con una voz tan segura como imposible de prever en una persona que un día antes estuvo a punto de morir.
 
—¿En el mar? —quise saber.
 
—Sí. En el mar.
 
—Pues va a tener difícil seguir buscándola…
 
–No es necesario… —Para mi sorpresa, el tipo se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa llena de paz—. Ya la encontré.
Una enfermera entró en la habitación. Al tipo le tocaba cura y me pidió con amabilidad que abandonara la habitación. Ya fuera, comencé a andar por el pasillo y, sin apenas darme cuenta, llegué hasta la puerta de salida. Y me fui. Para qué regresar a la habitación. El tipo me dio las gracias, lo que quería. El mismo que había encontrado a la persona que buscaba. Lo vi en sus ojos, en su expresión tan relajada. Y sonreí felicitándome por su suerte. No todos pueden decir que se han encontrado a sí mismos en esta vida.
 
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