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El bar de Marta

Arturo no sabe si Marta lo hace a sabiendas. Lo de la canción que suena a la misma hora todas las mañanas nada más entrar él en el bar. El bar es de Marta, lo regenta desde hace diez años, como poco, y Arturo siempre desayuna allí. Café largo, una tostada con aceite, tomate y su pizca de sal, y un zumo de naranja.

—¿Y no te aburres de desayunar siempre lo mismo? —le pregunta Marta al servirle la habitual comanda.

—¿Y tú de preguntármelo?

—Pues no.

—Pues yo tampoco.

—Por lo menos no me pones a Perales.

—Si quieres te lo pongo mañana.

—Quita, quita —protesta Arturo, entre risas—, que ya me he acostumbrado a ésta.

Sería la del alba el primer día que Arturo entró en el bar de Marta, al pie del puerto. Como clientela, los parroquianos de siempre, gente curtida en el mar. Caras agrietadas, complexiones fuertes, hablar pausado. Se sentó junto a la barra y pidió lo mismo que pide desde entonces. Por el gesto de estupor de Marta interpretó que no debía de estar demasiado acostumbrada a ese tipo de peticiones. Arturo echó un vistazo a las mesas: bocadillos, carajillos, algún que otro café. Él iba a navegar; los allí presentes, a buscarse la vida en la mar. Diferencias.

Arturo toma el vaso de café después de engullir un trozo de tostada y se lo lleva a la boca. De reojo observa a Marta, que limpia varias tazas. Acaba la canción y le sigue otra. Marta busca a Arturo con la mirada. Sonríe.

—¿Pensabas que era un disco?

—Contigo ya no sé qué pensar.

Arturo paga la consumición y se despide de la clientela. Aún brilla alguna estrella en el cielo. Por el oriente se perfila el amanecer. Sopla la brisa, suave, que le revuelve el pelo y acaricia la cara. Sube al barco y suelta amarras. La brisa vuelve a acariciar su rostro y parte de la letra de la canción, a asediar sus sentimientos. «No hay otros mundos, pero si hay otros ojos, aguas tranquilas, en las que fondear», tararea. Echa un último vistazo al puerto y busca la puerta del bar de Marta. Diez años ya. Arturo ha sobrevivido a cientos de tormentas, reparado decenas de vías de agua en alta mar, pero aún no tiene los arrestos suficientes para decirle a Marta que le robó el corazón desde el primer día que la vio. Y mejor que no sepa que, mientras él abandona el puerto, Marta seguirá fregando vasos y tazas y lanzando miradas a la ventana que tiene a su izquierda, abierta al puerto. Deseando que Arturo regrese al día siguiente para servirle el habitual desayuno acompañado de su canción favorita. Lo de decirle que está enamorada de él hasta las trancas es otra historia. Quizá algún día. Quizá.

 

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