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Los susurros del vaho

Se despertó sólo. Palpó el lado derecho de la cama, aún cálido, y lo notó frío y vacío. Fue cuando abrió los ojos y los clavó en el techo de la habitación. Ella había cumplido su promesa.Suspiró y se llevó las manos a la cara, que se restregó primero con suavidad para luego hacerlo con rabia, enfadado. Se había ido. Por su culpa. Tanto tentar a la suerte. Demasiadas fichas para la ruleta.

Se levantó con desgana para descorrer las cortinas y abrir la ventana. La luz del día inundó la habitación. Una luz poderosa, ciega, que le molestó en un principio hasta que se acostumbró a ella. Volvió a posar su mirada en la cama. La sábana revuelta, las almohadas caídas en el suelo, el armario abierto, ropa en el suelo, el aroma a ella… Los restos de la última noche, cuando después de discutir y odiarse eternamente terminaron abrazados tras dejarse las pocas fuerzas que le quedaban al uno dentro de la otra. Fue la última vez, y ahora empezaba a echar de menos el sabor de su piel, de sus labios, de sus besos. Ella se lo musitó al oído antes de quedarse dormidos: me echarás de menos, y todo será por tu culpa.

El baño lo recibió con la misma soledad que dejó atrás en la habitación, de donde le llegaba el ruido de la calle, las voces de los vecinos, el canto perdido de un pájaro o el ladrido de un perro anónimo. Abrió la tapa del inodoro y contempló cómo su orina caía en un pozo sin fondo, el mismo al que estaba a punto de arrojarse él. Sin ella estaba perdido. Sin sus abrazos, caricias, palabras de apoyo, presencia y mirada. Sin ella.

Todo comenzó cuando le despidieron de la empresa en la que trabajaba. Eso ocurrió tres años antes. El subsidio se esfumó en un suspiro y las ganas iniciales de dar un vuelco a su vida, de buscar nuevas motivaciones y proyectos, terminaron cayendo al mismo pozo donde sacudió la última gota de orina. Ella se echó la casa a la espalda trabajando más horas, aceptando trabajos que la dejaban exhausta. Y sin dejar de apoyarlo, de animarlo en esos proyectos que caían uno tras otro sin gana alguna por darlos una mínima oportunidad. Fue entonces cuando el alcohol empezó a llenar sus horas de soledad, y de una copa pasó a otra mientras mataba el tiempo delante de un ordenador. Quiso recuperar uno de sus sueños de juventud: escribir una novela. Tenía talento y escribía bien. Horas de golpes a las teclas para sacar palabras que después el alcohol borraba de su cabeza y del papel. Luego vinieron las voces, las discusiones, la distancia cada vez mayor. Y ella se fue. Lo había dejado solo.

Abrió el grifo de la ducha y apoyó los brazos contra la pared dejando caer su cuerpo mientras el agua lo despejaba. El vahó se adueñó del cuarto de baño, y cuando cerró el grifo la condensación impregnaba los azulejos de las paredes. Se secó con desgana pensando qué iba a hacer ese día, en qué emplearía el tiempo. Y en cómo la podría recuperar. La necesitaba más que nunca. Tiró la toalla al suelo y cogió el cepillo y la pasta de dientes. Se miró en el espejo después de meterse el cepillo en la boca y al segundo movimiento retiró la mano para posarla en el cristal. El vaho perfiló algunas palabras que ahora aparecían nítidas ante sus ojos. Y se echó a llorar. Cuestión de segundos, porque se enjuagó la boca con prisa, la misma que empleó para vestirse y lanzarse a la calle. El camino ya lo conocía. Cogió la moto después de tirar todas las botellas que aún tenía en casa -un par de ginebra y otra de whisky- y se fue en su búsqueda. La vio en la cafetería de la estación, donde esperaba un tren hacia una nueva vida a la que se veía obligada a subir. Al verlo llegar, ella sonrió; había entendido el mensaje. Después de besarse le acarició la nariz con el dedo índice de su mano derecha; el mismo con el que le dejó escrito en el cristal del espejo que hiciera algo por ella si la quería recuperar. Y se lo había demostrado.

 
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