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La mirilla del miedo

Escrutó el descansillo a través de la mirilla y se sobrecogió. Le habían encontrado. Un rápido escalofrío recorrió su cuerpo. Así de gélida debía de presentarse la muerte, sospechó, antes de llevárselo por delante.

Porque ése, y no otro, era su destino. La cara del tipo que atisbó a través de la mirilla sobrecogía: un rostro afilado por el que asomaba una barba que llevaba varios días sin conocer ninguna cuchilla. Una nariz aguileña y unos ojos pequeños pero encendidos completaban una faz desagradable, dañina a la vista. El tipo volvió a llamar al timbre. Dos, tres veces. «Está ahí», le oyó decir. Frase que socavó el ánimo del se ocultaba tras la puerta. El tipo que llamaba al timbre no había venido solo.

—¡La madre que me parió! —masculló enfadado al darse cuenta de su equivocación. Había cometido el torpe e infantil error de mirar a través de la mirilla, lo que le bastó al que esperaba tras la puerta para saber que la casa no estaba vacía.

—Hay que estar preparados. Puede abrir en cualquier momento.

mirilla

La voz del tipo en cuestión sonó seca y nada amistosa. Dudó si posar el ojo otra vez en la mirilla. Qué más le daba, caviló. Estaba perdido. La única escapatoria con éxito de aquel octavo piso que daba a un patio interior era la puerta ante la que, suponía, le esperaban un par de hombres, como poco. La otra, el patio. Se permitió el lujo de sonreír en aquel momento con la última ocurrencia que tuvo. Dado que iba a morir, al menos tendría el privilegio de hacerlo como él quisiera. Todo un lujo.

—¡Puto póquer! —se maldijo en silencio.

Las timbas clandestinas que se organizaban en el sótano de un local de la esquina, a tanto la partida. Un par de buenas manos, le sugirieron, y arreglas lo que tienes pendiente, que no es moco de pavo. Gente de confianza, del barrio, padres que pierden la cabeza con las cartas, un tendero vicioso y el peluquero, que también necesita pasta. Eso ocurrió tres meses antes. La deuda contraída con un rumano que le prestó una pequeña cantidad crecía día tras día, y lo más preocupante eran los intereses. Ganó las tres primeras partidas. Se envalentonó, y en las siguientes perdió hasta el cuello de la camisa. Debía a todos: al tendero, al peluquero, a un par de padres… Y al rumano. De todos, éste era el peor. Y ya le había dado dos avisos. El tercero, suspiró derrotado, le esperaba en el descansillo. Un pasaporte expedido a su nombre. Destino, la muerte.

¡Ding, dong, ding dong, ding dong!

El corazón le pedía pista libre para vivir su propia aventura, lejos de un cuerpo, el suyo, que empezaba a oler a fiambre. Sin embargo, lo que más le estremeció fue oír a uno de los tipos que permanecían fuera, expectantes, a la espera de cumplir con el trabajo encomendado.

–¡Que te hemos visto entrar! —oyó que le gritaban— Estás ahí dentro.

«Si hubiera comprado una pistola…», caviló de nuevo. Cuando tuvo algo de dinero, que fue pocas veces. O ninguna. Todo era para el póquer, para buscar esa noche de manos fantásticas que le libraran de la hipoteca que pesaba sobre su vida. Quizás, de tenerla, le bastaría con abrir la puerta y disparar a todo lo que se moviera. ¡Pam, pam, pam! Un cargador sería suficiente para salir de allí con el pellejo intacto. El dónde ir ya sería otro cantar; era lo que menos le preocupaba. Ni cargador ni pistola, ni nada. Entonces una idea pasó por su cabeza. Quizás, sopesó con calma a sabiendas de que lo que se le acababa de ocurrir podría ser la única manera de salir con vida del entuerto en el que estaba metido. Se trataba de ganar tiempo, de rebañar la porción justa de esperanza que le mantuviera con vida para volver a intentarlo. Más de una vez oyó hablar en las partidas de otras que se organizaban en barrios cercanos; manos pequeñas pero que juntas podían suponer una cantidad nada despreciable. Gente menos profesional, jugadores a los que ganar sin demasiado esfuerzo. El póquer se le daba bien. Una oportunidad para seguir con vida. Por qué no intentarlo, se convenció. Incluso puede que el rumano cediera un tanto su postura inflexible. Era Navidad. La época del perdón, de los buenos propósitos y tal, pensó esbozando una amable sonrisa. No tenía nada que perder; sólo convencer a los hombres que aguardaban en el descansillo. Sacó la navaja que llevaba plegada en el bolsillo, reparó en su hoja, negra y poco afilada, y se persignó. Una moratoria, nada más; lo único que perseguía. Cerró los ojos, abrió la puerta y le recibió la mirada encendida del tipo flaco al que antes atisbó por la mirilla:

—¡Vaya! ¿Al fin abres? Le recibió el otro con su voz aguda, casi hiriente. Giró la cabeza para dirigirse a un lado del descansillo. El que salió del piso se quedó aturdido y bloqueado. Ni pestañeaba.

—¡Venga, niños, a la de tres! Una, dos y ¡tres! —ordenó el de la voz aguda.

Y a su orden comenzaron a cantar dos críos y una niña armados con sus respectivas panderetas. Como llevaban haciendo desde primera hora de la tarde de puerta en puerta y de piso en piso. Pidiendo el aguinaldo.

 
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