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La joven que hablaba con los muertos

Al inspector López le faltaban diez días para jubilarse. Cuarenta y dos años al servicio del Cuerpo de Policía. Hoja de servicios impoluta, un par de medallas y varias menciones de honor. Diez. Llevaba la cuenta de los días, cuenta que canturreaba a todo el que se topara con él. Diez días le quedaban para jubilarse. Le esperaba el pequeño apartamento al pie del mar donde se retirarían él y su mujer. Una vida tranquila, relajada. Pesca por la mañana, paseos por la playa al atardecer… Diez días.

Pero mataron a aquel hombre.
Encontraron su cuerpo quemado junto a unos colchones en una escombrera. Ocurrió dos días después de que le quedaran diez para jubilarse. Quien lo hubiera arrojado allí sabía lo que hacía. Un polígono industrial, calles solitarias. Ni una sola pista. «Está tan deteriorado que no podremos sacar nada de él». Eso le dijo un forense. Caso complicado. Y demasiado mediático. Fotógrafos, periodistas, cámaras de televisión. ¿Cómo diantres se enteraban? La misma pregunta. Siempre se la hacía el inspector López cuando ocurría un caso similar. Llegaban antes que él al lugar. ¿Olían el rastro que dejaba la muerte? Pasadas unas pocas horas, los medios comenzaron a tejer las primeras hipótesis. La más posible, el ajuste de cuentas. A la que se agarraba el inspector López. Le quedaban ocho días para jubilarse. Rezaba para que todo se resolviera de manera rápida.
—¿Crees que serás capaz?
—Seguro.
Su mujer creía en él, en su capacidad de trabajo, en su olfato. Nunca le falló en todos los años que llevaba de policía, y a él fiaba su destino. Ocho días quedaban para que el inspector López se jubilara. Conocía casos de compañeros de su marido que nunca pudieron jubilarse en la fecha convenida. Eso, los afortunados. Otros, ni siquiera se jubilaron. Una bala perdida en un proceso de mediación, una persecución imprevista, rencorosas cuentas saldadas…
—Ojalá —deseó la mujer recogiendo los platos de la cena la octava noche antes de la jubilación.
Los cuatro siguientes fueron los peores. El ajuste de cuentas cobraba fuerza. Drogas, contrabando a gran escala. La noche, sus gentes, sus sombras. Aparecieron testigos, testimonios, personas amparadas en el anonimato que sabían o creían. Lo que desesperaba al inspector Lopez. Estaba nervioso. Arriba comenzaron a ponerse más nerviosos. La presión. No todos la soportan igual.
—¿Aún lo crees posible?
—¡Que sí, coño! ¡Y no saques más el tema!
Al inspector López se le agrió el carácter. Se mostraba irascible cuando nunca lo fue, incluso con su mujer. El puñetero caso. Quedaban tres días para que se jubilara. El apartamento al pie del mar. Los paseos al atardecer, la pesca.
Los dos siguientes transcurrieron de idéntica manera. Se hacían programas especiales con el caso que llenaban horas de radio y páginas de periódicos. Las pistas se desarmaban o bien chocaban con muros infranqueables. El caso no se resolvía.
Por eso descolgó el teléfono y marcó el número que encontró en la papelera. Tuvo que vaciarla y revisar uno a uno los papeles, pero dio con él. Quien llamó fue una mujer. Parecía joven. Lo hizo el día anterior.
—Sé quién es y quién mató a esa persona.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo ha dicho él.
—¿Quién? —preguntó, incrédulo, el inspector López.
—La persona que murió.
La mujer insistió en su argumento. El inspector López apuntó el teléfono que ella le dio para que le dejara en paz. Colgó nada más escuchar el número.
—¡Puta loca!
A ella recurría ahora en su desesperación. Al día siguiente tendría que jubilarse, algo que veía cada vez más lejos. Nunca se podía dejar un caso abierto. Quedaron en verse en un parque de las afueras al atardecer. «Cuanta menos gente alrededor, mejor», pensó. La reconoció al instante por el atuendo que le describió. Joven, de tez oscura y pelo negro, no llegaba a los treinta y mostraba aplomo en cada gesto, en cada palabra. Y su mirada. Oscura, penetrante.
—Éste es.
Le enseñó el retrato de un hombre. Estaba trazado a lápiz.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó el inspector.
—La descripción me la dio él.
—¿Cómo puedo fiarme de que no me estás mintiendo?
El inspector López regresó a la comisaria, escaneó el retrato y a la hora lo tenían todos los policías de la ciudad. El autor del asesinato fue detenido cinco horas después de que se reuniera con la misteriosa joven que decía hablar con los muertos.
El caso se cerró con la detención del hijo de un importante empresario. Un ajuste de cuentas por drogas, apuestas y mujeres de por medio. Un gran revuelo social. Al inspector Lopez le concedieron otra medalla junto a toda clase de elogios y parabienes.
Una semana después abandonó la ciudad para siempre. Le esperaba el apartamento junto al mar.
Una tarde, paseando por la playa, salió el tema. De manera anecdótica. Fue su mujer.
—Menos mal que creíste a aquella chica.
—La verdad es que sí…
El inspector López abrazó a su mujer y la besó. A su espalda el sol se desangraba en el mar. «¿Cómo no iba a creerla?». Esa pregunta siempre lista para ser disparada, pero que quedaba guardada en su boca. Tenía que creerla. Ella conocía su vida mejor que él, detalles que sólo él sabía. «Todo me lo dicen los muertos, ¿sabe? Lo que ha ocurrido y lo que va a ocurrir».
Aquel abrazó se eternizó. La chica se lo aconsejó.
—Puede que no os quede mucho tiempo… —le aseguró ella. Su mirada no engañaba.
 

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