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Las mil cruces de la playa de Streedagh Strand

El espectáculo pone la piel de gallina. El escenario es la playa de Streedagh Strand, al norte de la ciudad irlandesa de Sligo. Un hermoso arenal de tres kilómetros de arena con el monte Ben Bulben al fondo que el Atlántico lame o avasalla según le viene en gana.

Un sitio tranquilo, apacible, por el que dejarse caer para pasear sin más compañía que el rumor del mar, simplemente por pisarlo y contemplarlo. Pues allí, en aquella playa, hace cosa de una semana aparecieron grabadas algo más de mil cruces en la arena. La imagen, como digo, sobrecoge. Grandes, distribuidas por la playa, representan el homenaje de la población local a quienes no recibieron un entierro digno. Al pie de las cruces, contemplando el inmenso arenal, centenares de personas guardando un respetuoso silencio por el alma de la persona que representa cada cruz. Digno el gesto de respeto.

Curiosamente, las personas a las que rinden homenaje esas cruces no eran irlandesas, sino españolas. Soldados embarcados en La Lavia, La Juliana y la Santa María de Visón, naves que una tormenta hundió en el océano la noche del veinticinco de septiembre de 1588. En total perecieron más de mil cien hombres, y los que no murieron ahogados lo harían ajusticiados días después por la guarnición inglesa; eran enemigos, al fin y al cabo, de la reina –Isabel I-, a la que quisieron derrotar y derrocar. Para eso se les envió a Inglaterra. El final de unos hombres que se embarcaron en esa Felicísima Armada concebida para invadir Inglaterra y a los que el otoño del Atlántico Norte regaló un terrorífico final; esas naves zarandeadas por el vendaval, lanzadas contra los arenales de la costa irlandesa; sus gritos, sus lamentos, sus voces pidiendo auxilio sabiendo que nada ni nadie evitarían el final al que estaban destinados. Pues a todo eso rindieron homenaje las cruces trazadas en la arena de la playa de Streedagh Strand.

Los restos de La Juliana -un mercante de cerca de ochocientas sesenta toneladas y armado con treinta y dos cañones que transportaba a trescientos cincuenta y cinco hombres- quedaron al descubierto tras el pasado invierno, cuando los fuertes vientos y las tormentas levantaron los arenales que los ocultaron durante cuatro siglos. Fue el último de los tres en aparecer. En 1985, un equipo de buzos principiantes se topó con tres anclas y otros tantos cañones de bronce pertenecientes a La Lavia. A media milla de distancia aparecieron sus restos y también los de la Santa María de Visón. Ese fue el lugar donde fueron grabadas las cruces, que allí permanecieron, impresas en la arena, hasta que el mar –ahora calmado, embravecido la noche del desastre- borró su rastro un buen rato después.

“Esa gente nunca tuvo un entierro digno”. Lo dijo allí, al pie del millar de cruces, Eddi O’Gorman, presidente de la Grange and Armada Development Association (G.A.D.A), una asociación cuyo objetivo es perpetuar el recuerdo de los soldados de la Armada Invencible que murieron en tierras irlandesas. Un entierro digno, ya que aquellos soldados españoles murieron en esa tierra sin tenerlo. Esa tierra, la irlandesa, que aún los recuerda y homenajea de una manera que estremece. Al menos alguien lo hace. Porque de la suya -y salvo una visita testimonial del emérito rey Juan Carlos a la zona en 1988- aún lo están esperando. Como siempre.

 

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