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Los consejos de Don Leonard

Su sonrisa es encantadora. Pero más lo es su rostro: ojos negros, penetrantes, que semejan un pozo al que no te importaría caer las veces que hicieran falta para que te rescatara; unos labios sugerentes, ni demasiado carnosos ni tampoco excesivamente delgados; y un rostro anguloso, limpio.

Lleva el pelo recogido con una coleta que se mueve al compás de sus movimientos. Va de un lado a otro del pequeño mostrador en el que atiende a la clientela que entra en el local. Se trata de un establecimiento de comida asiática. Hora punta, la una de la tarde de un día todavía de verano, aunque en Londres del verano no quede más recuerdo que alguna manga corta que decora el cuerpo de ciertos valientes. La chica despacha con diligencia. La costumbre. Coloca las comandas en sus respectivas bandejas, cobra el importe y devuelve el cambio. De cuando en cuando se permite una sonrisa que la vuelve aún más atractiva. Sucede cuando reconoce el acento de cualquier compatriota, apurado por el escaso conocimiento del inglés, y al que ayuda con esa sonrisa que derrite. Somos unos pocos, ¿verdad?, articula a modo de disculpa el azorado cliente o clienta. Españoles en Londres.

Y así pasan las horas hasta que la clientela desaparece del local dejando sillas vacías, mesas sucias y ecos de voces que proceden de la calle. La chica recoge bandejas, se deshace de los restos de comida, que acaban en enormes bolsas negras que después arrojará al contenedor ubicado en la parte posterior del local, y friega el suelo lo suficiente para que aparente una limpieza aceptable. Más tarde volverá la clientela. Más estómagos hambrientos, más peticiones. La rueda no se detiene.

Culturamas Vïctor Fernández CorreasLa chica se cambia en un pequeño cuarto cuya única taquilla comparte con un italiano, un belga y una pakistaní. Sale a la calle y decide pasear sin rumbo. Es pronto para regresar a casa. Con los auriculares ya conectados al pequeño reproductor musical, se deja llevar. Leonard Cohen templa su ánimo y le invita a bailar hasta el fin del mundo o un vals en Viena disfrazada de río. Es el mejor momento del día. Vive en un pequeño apartamento situado a cincuenta kilómetros de Londres y que comparte con otra española, una italiana y una japonesa a la que ella y su compatriota están enseñando castellano. A las dos les hace gracia el acento de la nipona, que progresa adecuadamente. Mientras anda cierra los ojos y piensa en su tierra, en su familia, en sus amigos; en las tardes de facultad y en los consejos de su padre, que le repetía que sin carrera no sería nadie en la vida. Él no pudo tenerla; en las tardes del Máster, pagado con el dinero que obtuvo trabajando todo un verano en un chiringuito de playa y los fines de semana en una insulsa tienda de un centro comercial del centro de Madrid; en la academia donde aprendió inglés, francés y alemán; en las inmensas oportunidades que, según el político de turno, tendrían ella y otros tantos, la generación más preparada de la historia. Abre los ojos y se limpia una lágrima. Una. Ninguna más. Ya pasaron los días en que maldecía su suerte por marcharse de su país, por trabajar doce horas recogiendo bandejas y sirviendo comida a turistas y lugareños; por sentir que había perdido el tiempo estudiando, formándose. La generación más preparada del país. Mira a un lado y otro de la calle y cruza. La estación de tren está cerca. Don Leonard le cuenta la historia de un partisano que abandonó su tierra y a su gente. Como ella. Y como aquél, tampoco pierde la esperanza. Acude a entrevistas, le han dicho que tiene posibilidades. Algo relacionado con sus estudios. Mantiene la esperanza. Mientras, seguirá sirviendo sushi y platos de ternera teriyaki; y se reirá con sus compañeros italianos, belgas y pakistaníes y también con los de apartamento. Lo que no sueña es con regresar a su país. Don Leonard le cuenta que el amor no tiene cura. Su país, tampoco. O al menos, la chica lo cree así.

 

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