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El pillo gordo

El que firma estas líneas no oculta su lado friki. Eso sí, con total respeto. Hacia aquellas personas que, conociendo sus limitaciones y carencias, utilizan su peculiar don, esa gracia que Dios les ha dado, como buenamente quieren. O pueden. Según cada cual. Uno de mis admirados es El Pillo. El Pillo Gordo, para más señas -os podéis imaginar su constitución  física por el apodo-. Miembro de una extirpe musical con raigambre en la zona norte de Cáceres –ese triángulo Madrigal de La Vera-Candeleda-El Raso-, le conocí hará cosa de veinte años –no exagero-. Por entonces formaba parte del grupo Pillo’s Boys – alguno se preguntará qué sentido tiene el apóstrofe. Cosas de genios-, que iba de pueblo en pueblo y feria en feria alegrando fiestas patronales, verbenas y demás saraos donde su presencia fuese requerida con animosidad. En mi caso, la revelación ocurrió en la terraza de un hotel contiguo a una gasolinera de un pueblo llamado Tiétar. Allí estaban los dos; él, el Pillo Gordo, armado con su micrófono, voz poderosa. Un torrente. A a su lado, el compañero; escuálido como era, atento a los teclados. ¡Hasta sortearon un jamón a la pareja que mejor bailara! ¡Épico! Os lo aseguro.

Como todo en la vida tiene un alfa y un omega, los Pillo’s Boys se separaron. –Se rumorea que es más sencillo que vuelvan a juntarse Los Beatles que ellos dos-. Y el Pillo Gordo, que lleva la música en las venas, prosiguió una carrera que le lleva de un lado a otro haciendo felices a propios y extraños. Que lo hace de cine. La última vez que le vi, hará cosa de diez años, se aventuró a tocar tras la comida organizada por una Asociación de la Tercera Edad. El invitado estrella. El jolgorio, el de las grandes ocasiones. Aquel día caí rendido a sus pies. Apenas pisó el escenario, donde colocó un teclado del que se desentendía cuando quería; la actuación se desarrolló por toda la planta del local, paseando entre las parejas que bailaban al son de la música que, misteriosamente, fluía del referido instrumento. Armado con un micrófono inalámbrico, desgranando una canción tras otra. En un descanso me acerqué a hablar con él. Le ves y trasluce una humanidad que atrapa. Me explicó algunos trucos –no los pienso revelar en la vida. Las cosas de genios quedan en secreto- y hasta me regaló una de sus últimas casetes. Una joya. La escuché con detenimiento, y aún la conservo.

De cuando en cuando oigo hablar de él. O entro en Youtube y visiono algún vídeo colgado por sus legiones de fans, que son muchos. Y me alegro, de verdad. Un tipo feliz que hace lo que le gusta. Y además, alegra a la gente. ¿Qué más le puede pedir a la vida?

 

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