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Un hombre libre

UN RELATO DE MIGUEL ÁNGEL MONTANARO

–Estás muy equivocada si crees que me puedes controlar. ¿Me oyes? ¿Para qué habré pasado toda la noche intentando explicarte lo que no quieres comprender? ¡Todas las tías sois iguales, joder! Al final siempre queréis dominar la relación y yo no soy como esos calzonazos que tragan con todo. No señor. Esto es lo que hay. ¡O lo tomas o lo dejas! pero a mi nadie me pone un collar en el cuello para llevarme adonde quiera. Para mi, lo primero, es mi libertad. ¿Te lo repito otra vez? ¡Mi libertad! Así que, ya sabes lo que hay. Piénsatelo y cuando hayas tomado una decisión, ya sabes donde encontrarme, nena –sentenció asiendo el pomo de la puerta de la habitación de aquel hotelito de carretera.
–¿Es que me vas a dejar aquí? –preguntó ella con la voz quebrada.
–¿No pensarás que voy a cargar contigo para que me amargues también la vuelta a Madrid? De eso nada, monada. Te coges un autobús que yo me las piro y no te preocupes, que ya pago yo la habitación –bramó dando un portazo y dejando a la chica sollozando sobre las sábanas de aquella cama de paso.
Cuando abandonó el pasillo que repartía los cuartos numerados, sus pasos resonaron poderosos y se sintió un hombre de verdad. De los que ya no quedan. Más aún, de esos que quizá no hayan existido nunca.
Dejó el casco sobre el mostrador de la recepción y pulsó el timbre. Unos segundos más tarde, el adormilado recepcionista de guardia salió del cuarto interior frotándose los ojos.
–Me cobra la 109 por favor -pidió autoritario.
–Creía que se iban a quedar todo el fin de semana.
–Pues va a ser que no. Bueno, la señorita que haga lo que quiera. Yo le pago esta noche y me voy. Si ella quiere quedarse, apáñense ustedes –bufó sacando la billetera que llevaba enganchada con una cadenilla al bolsillo trasero de su pantalón de cuero.
–Pero son solo las siete, puede usted quedarse hasta las doce, que es la hora en la que…
–¿No me ha oído usted? Que yo me voy –cortó.
–Muy bien. Son cuarenta y ocho euros –dijo acogotado el empleado, pulsando el botón del ordenador para imprimir la cuenta.
–Tenga. Quédese la vuelta y guárdese la factura. A mi me sobran los papeles –dijo poniendo un billete de cincuenta euros sobre el mostrador.
Cuando salió al exterior cerró la cremallera de su cazadora de piel y se ajustó los auriculares del reproductor de música antes de enfundarse el casco. Arrancó su custom de trescientos cincuenta caballos y el olor de las primeras gotas de gasolina al quemarse, mezclado con el ronroneo del motor, le reconciliaron con el mundo y con aquella mañana de febrero.
Encendió el reproductor musical y los acordes de Ride like the wind  le impulsaron hacia la carretera sintiéndose un hombre verdaderamente libre mientras tarareaba el estribillo… Ride like the wind to be free again
Quería llegar a Madrid lo antes posible, así, podría disfrutar de una mañana de cañas con los amigos. Esos que siempre estarían ahí para compartir su libertad y que le habían advertido de que se estaba encoñando con Puri, la mujer que había abandonado en el motel, después de haber salido esporádicamente con ella durante un año.
Repaso sobre el asfalto las curvas de su existencia.
Nunca había conseguido poner su vida en común con ninguna mujer. A todas les encontró siempre un fallo, una debilidad, o un carácter dominante que las inhabilitaba para emparejarse con él.
<<Yo soy como Marlon Brando  en The Wild One, un rebelde al que nadie puede encadenar con estúpidas convenciones sociales>>, rumió convencido.
Miró su reloj. Quiso abreviar esa hora de ruta que le quedaba hasta la capital y le metió gas al puño de la moto. Una decisión fatal, ya que le fotografió un radar e inmediatamente le dio el alto un control de la Guardia Civil, oculto en el horizonte invisible de aquel traicionero cambio de rasante.
<<¡Joder, los picoletos!>>, maldijo reduciendo inútilmente la velocidad.
Detuvo la motocicleta junto al guardia que le hizo señales para que aparcase en el arcén y apagó la música.
–Su documentación y los papeles de la moto –saludó mecánicamente el agente.
–¿Quiere también el resguardo del seguro? –preguntó intentando ganarse al guardia, mientras sacaba la documentación de la cartera que guardaba en el interior del asiento.
–No es necesario. Estamos informatizados y ahora, cuando el compañero introduzca sus datos en el ordenador del coche patrulla, sabremos si circula usted con el seguro al día o no. Hoy ya no se escapa nadie de sus obligaciones con la Administración, caballero –aseguró neutro.
Al minuto, el agente le informaba de que le denunciarían por exceso de velocidad. Le habían cazado a ciento treinta kilómetros por hora en un tramo de noventa. La sanción de cuatrocientos euros llevaba aparejada la pérdida de cuatro puntos del permiso de conducción.
–Vaya palo –murmuró abatido al doblar la multa.
–Pues se libra usted de que le hagamos un control de alcoholemia. Los sábados por la mañana, bien temprano, los hacemos para detectar a esos conductores que han empezado a beber el viernes por la noche. Pero con los recortes que estamos sufriendo, solo tenemos disponibles boquillas y alcoholímetros para los controles de las entradas y salidas de las capitales, y aquí, en esta comarcal entre Turégano y Madrid, se libra usted de que le hagamos soplar. Que tenga un buen día. Circule –ordenó con una especie de sonrisa reglamentaria.
Refunfuñando su enfado se ajustó el casco y buscó una nueva melodía que le amortiguase el disgusto. Sintonizó una de sus favoritas: Libre, de Nino Bravo, y siguió su marcha dándole vueltas a su apurada situación económica. Su trabajo temporal de administrativo en una gestoría le daba tan solo para echarle gasolina a la moto durante diez días y comer sopa de sobre el resto del mes. No quería humillarse pidiéndole prestado el dinero a su padre, un pobre pensionista, para pagar la multa de tráfico.
Cuando llegó a casa, recogió el correo que le había llegado el día anterior, cuando había salido hacia Segovia con su novia en prácticas. Se sentó en el sofá y repasó las cartas. Dejó para abrir en último lugar la que le había enviado el Servicio Madrileño de Salud y rasgó el sobre de la primera, que abrió con aprensión al venir de la Tesorería General de la Seguridad Social. En ella, le informaban de que el alta en su nuevo trabajo ya constaba en los ficheros automatizados del Estado; y de paso, le adjuntaban el resumen de su vida laboral, junto a un folleto, para que lo rellenase en el caso de que algún dato no se correspondiese con los que tenía en su poder la Administración.
La segunda misiva era del Ayuntamiento, donde le recordaban que debía notificar cualquier cambio de dirección o de numeración de su cuenta bancaria y tener al día sus datos para el pago del impuesto de circulación de su motocicleta.
Desechó leer las cartas del banco, sabía que solo encontraría en ellas los extractos de su menguada cuenta corriente y algunas ofertas de planes de pensiones.
Abrumado por la ingente cantidad de correspondencia administrativa, le asaltó la imperiosa necesidad de salir a la calle con alguien a quien poder confiarle su penosa salida de fin de semana y decidió llamar a Luismi, su amigote de farras. Además, con un poco de suerte, su amigo podría prestarle esos cuatrocientos euros que le acababa de recaudar el Estado en medio de la nada. Al fin y al cabo, Luismi era el propietario del concesionario donde había adquirido la motocicleta y debería hacerse responsable, al menos en parte, de su percance económico, porque le había asegurado que aquella moto no pasaba de los ciento veinte kilómetros por hora.
Al tercer intento consiguió que su amigo le atendiese la llamada.
–¿Dónde andas macho, que no me coges el teléfono? –dijo tratando de ocultar su estupor, al escuchar la sensual bachata que sonaba de fondo.
–¡Hombre Silverio! ¡Adivina! Estoy ahora mismo con el Chepa y con Ramiro en un ferry costeando Formentera.
–Me estás vacilando.
–Te lo juro tío. Como nos dijiste la semana pasada que te ibas con tu Puri a Segovia, nos apuntamos a un crucero de fin de semana solo para solteros y divorciados –anunció pletórico.
En ese momento se alegró de que su amigo no le viese la cara. Podría pasar por el mayor estúpido de la faz de la tierra.
–Oye Luismi, he tenido un problemilla y querría que me echases un cable.
–Joder, Silverio, tío. No me vengas ahora con amarguras. ¿Estás en un hospital o algo así?
–Hombre, no, pero…
–Nada, nada –cortó–. Si no estás a punto de estirar la pata, lo que sea que te pase podrá esperar. Estamos aquí con tres amigas alemanas que van a pagar todas juntas las putadas que nos está haciendo la Merkel. ¿No dicen que a las alemanas les encantas las salchichas? ¡Pues hoy van a probar una salchicha española bien grossen! –rió acompañado de un coro de risas femeninas–. ¡Hala majetón! ya nos vemos el lunes si eso. –Se despidió con la voz perdida en la música ambiente.
Se quedó mirando atónito el móvil, para arrojarlo un segundo después al sofá. Justo en ese momento, el aparato comenzó a sonar y al encenderse la pantalla del teléfono, se le iluminó el rostro.<<Es Puri. Sabía que no puede vivir sin mi>>, se dijo para sus adentros al descolgar la llamada.
–Dime –contestó soberbio.
–¿Silverio San Román?
–¿Quién es? –preguntó extrañado.
–Buenos días. Soy Gladys Duarte –sonó la voz de una mujer joven con un marcado acento sudamericano–. Le llamo de la compañía Chuflafone, nos ha llegado la portabilidad de su anterior compañía telefónica, Timostar ¿Ahá? Le llamaba para que nos confirme si desea cambiar el número de su terminal o desea continuar con el mismo?
–No, no. El mismo. Déjenme el mismo número –respondió–, supongo que necesitarán mis datos personales –suspiró.
–No, señor San Román. Al hacer la portabilidad con nosotros, la compañía con la que usted contrató anteriormente nos ha suministrado todos los datos necesarios ¿Ahá? Usted es Silverio San Román Vidal. Nacido en Madrid el quince de agosto de mil novecientos setenta y uno ¿Ahá? Su DNI es el…
–Vale, vale, vale –atajó apabullado–, hagan ustedes lo que tengan que hacer –dijo al colgar la llamada, cuando la operadora insistía en ofrecerle un paquete de servicios telefónicos adaptado a su perfil de consumidor que incluía una oferta de llamadas  para hablar con su pareja a cero céntimos el minuto.
Hundió el rostro entre sus manos y se quedó absorto en su ridícula humanidad.
<<¡No! ¡Que llame ella! ¡Yo soy un rebelde! ¡Un asocial! ¡nadie puede controlarme! ¡Ni parejas ni leches!>>, protestó alcanzando su ordenador portátil con la intención de enviarle a Puri un correo lo suficientemente hiriente, como para que ella se arrastrase a sus pies en cuanto lo leyese.
Al encender el equipo le apareció sobreimpreso en la pantalla el aviso de que su antivirus había caducado. Tuvo que introducir sus datos de correo electrónico y los dígitos de su tarjeta de crédito, para efectuar el pago que instalaría una nueva versión del programa que le protegería de nuevas amenazas virales detectadas en la red. Cuando consiguió instalar el nuevo antivirus se cayó el servidor y frustrado, apagó el equipo.
Desesperado, deambuló por los escasos treinta metros del apartamento que había conseguido alquilar en aquel viejo edificio de Carabanchel Bajo.
Reparó en la carta del Servicio de Salud y tras insuflarse ánimos, se sentó a leerla. Los temores del médico de cabecera se habían confirmado con la gastroscopia que le habían realizado la semana anterior: tenía una úlcera estomacal del tamaño de un volcán polinesio. En el informe, le daban una nueva cita para recetarle la medicación adecuada junto a un listado de alimentos y bebidas que no podría consumir en adelante. Además, le instaban a comunicar cualquier cambio de domicilio o situación civil para ajustar su identidad al modelo de la nueva tarjeta sanitaria nacional que se adjudicaría próximamente a todos los ciudadanos.
Hizo una pelota con la carta y al arrojarla sobre la encimera, rebotó cayéndole sobre el pecho. Amargado, alcanzó la botella de bourbon que ocultaba detrás de la colección de novela negra que copaba la minúscula estantería. Siempre se había identificado con los protagonistas de esos relatos policíacos; veteranos comisarios reconvertidos en detectives privados, asesinos profesionales con problemas de conciencia y solitarios trompetistas de jazz que siempre se enamoraban de mujeres fatales que dejaban su carmín en los cigarrillos que abandonaban a su paso.
Conectó la mini cadena y seleccionó un disco compacto donde Joan Manuel Serrat interpretaba el célebre poema de Miguel Hernández: «Para la Libertad».
Puso la botella sobre la mesita de formica sesentera que le separaba del televisor y resopló. El informe médico desaconsejaba el alcohol, pero su mísera existencia lo reclamaba como una puta sedienta.
Admiró el pavo salvaje dibujado magistralmente en la etiqueta de aquella botella de Wild Turkey. Siempre había bebido el mismo whiskey americano desde que vio a Clint Eastwood  pedirlo en la película The Eiger Sanction. Le gustaba que se escribiese whiskey y no whisky, y sobre todo, le gustaba beber lo mismo que bebía el tipo más duro entre los duros. Se acopló el gollete de la botella en la boca y la tarde cayó como una negligé de seda por los muslos de la heroína de una de sus novelas favoritas.
Al llegar la noche, un pinchazo brutal en el estómago le hizo encogerse sobre si mismo. Sudoroso y dolorido, pero por encima de todo, arrepentido y bebido, alcanzó el teléfono móvil para llamar a Puri y tecleó el número con dificultad…
–No creí que fueras capaz de cogerme el teléfono –sonó suplicante.
–Ya sabes que no te tengo en cuenta tus salidas de tono –respondió tranquila.
–Estoy mal, Puri. Y me duele mucho el estómago –dijo con la voz gangosa.
La escuchó suspirar y tras una dramática pausa, ella le respondió.
–No me digas que has bebido. Sabes que te sienta fatal.
–Una botella de bourbon casi entera –hipó agarrándose la tripa–, ven, por favor. Te necesito. Creía que era un hombre especial y me he dado cuenta de que solo soy, un hombre solo. ¡Un pringao! –se lamentó afligido.
–¡Venga tonto! No digas esas cosas, que me entristeces. En media hora llego a tu casa. Me pasaré por una farmacia de guardia para comprar algo que te alivie y te haré una manzanilla. Después te sentirás mejor y te haré mimos hasta que se te pase –aseguró reconfortándole.
–¿Sabes una cosa? Creía que era libre y me he dado cuenta de que estoy controlado como un preso en un penal de máxima seguridad. ¡Esta vida es una puta cárcel donde todo el mundo te controla! –lloriqueó.
–No le des más vueltas a esas cosas. Piensa que enseguida estoy ahí contigo y ya verás que pronto se te pasa el dolor.
–No tardes, Puri…
–Hasta luego cielo. –Se despidió cariñosa.
Parecía como si ella hubiese estado esperando la llamada telefónica de Silverio y cuando se miró en el espejo, antes de abandonar su apartamento, sonrió de una manera extraña.
<<Que equivocado estás, amor mío, si piensas que todo el mundo te controla. Falto yo>>. Dijo al colgarse el bolso al hombro antes de cerrar la puerta.

 
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1 Comentario  comments 

Una respuesta

  1. José Manuel Ortiz

    Hola Miguel Ángel:
    Me ha encantado el relato, me he quedado con ganas de más.
    Sé que voy con retraso en las lecturas, pero entre el verano, en el que estuve desconectado y el regreso, en el que no tengo un respiro, voy haciendo casi lo que puedo.
    Gracias. Un abrazo.
    José Manuel Ortiz

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