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Ruido en las venas de la gran ciudad

Me siento en la terraza con mi libro recién comprado.
Nadie alrededor. Bien. El sol luce como nunca en este anticiclón eterno que el invierno ha regalado a Madrid como un premio inmerecido. Leo el primer párrafo y ya sé que va a ser bueno. Paro un momento. Me enciendo un cigarrillo. Enseguida me meto en la historia, no han sido necesarias más que cuatro o cinco páginas. Los buenos saben cómo hacer las cosas. Doy un sorbo a la cerveza, y por arte de magia, las mesas vacías de alrededor se llenan de repente con una maraña de gente; padres, madres, hijos, perros, amigos, todos hablando al mismo tiempo. Inmediatamente el trompetista que siempre intento evitar aparece por detrás y hace sonar su infernal instrumento de la manera más burda posible. No contento con una, toca dos, tres, cien mil temas. Alguien me pregunta si la silla está libre. Sí, como no. Alguien me pregunta si puede coger el servilletero. Ningún problema. Alguien le está dando de comer a las palomas. Sí, a esos bichos. Revolotean a su alrededor emitiéndo graznidos, o grojidos, o arrullos, no sé. Sonidos del infierno. Me llega el aire nauseabundo que desplazan sus alas. Sigue sonando la trompeta. Los perros ladran inmisericordes. El camarero espera impaciente a que se decidan a pedir. El trompetista aparece y me pide una moneda. Le miro, y niego con la cabeza. En la mesa de enfrente un hombre inicia una discusión. Ella responde en inglés a sus acusaciones. La ataca sin piedad, la hace llorar. No entiende que ella diga, que ella haga, que ella deje de hacer. En un inesperado e inaudito momento de silencio todo el mundo puede escuchar sus aclamaciones. Parece que le gusta el espectáculo, no parece importarle que los demás le oigan. Ella baja la voz, sin embargo, mientras él sigue sin comprender, altivo, gritón, intruso de ella, intruso de todos. Finalmente, tras una agria discusión, ella decide marcharse. Los demás, expectantes, molestos y curiosos, dudan si respirar o arrancarse a aplaudir. Le miro, conteniéndome. Lárgate, joder. No la mereces.

 

Pago, coloco el marcapáginas en la página 5. No me ha dado tiempo a más. Es el momento de desaparecer.

Salgo del parque.

Al llegar a la calle una ambulancia hace retumbar su sirena estridente. El sonido penetra en lo más profundo de mi cerebro, y lo hace temblar. En el autobus hay jaleo. Una señora monta bronca porque no se ha respetado la cola al subir. Una vez dentro, habla a voz en grito. Yo siempre digo que, yo siempre hago, mi marido esto, mi cuñada aquello, fíjate tú lo que hizo. No me lo puedo creer, responde su compañera de asiento, no somos nadie. Un niño llora. Siento compasión. Está ahí, rodeado de la multitud ruidosa, tan pequeño, tan indefenso. Yo también lloraría. Me entran ganas, de hecho. La madre aplica la técnica de «déjalo llorar… lo he leído en un libro», mientras habla por teléfono. Sus llantos crecen, y se entremezclan con la conversación de las señoras, que ahora hablan al mismo tiempo dándose la razón la una a la otra. Son las cinco horas y cuarentaycinco minutos, canta por el altavoz un señor con voz de robot. Nos quedamos atrapados en un atasco. Los claxon de varios coches suenan sin compasión. Miro para delante. Hay un atasco de cojones, ahí no se mueve ni el aire. Miro a los coches. Siguen pitando. Sé lo que están pensando, esos idiotas. Lo sé. Ellos piensan, voy a pitar, y seguro que así se soluciona todo. Seguro que el atasco se disuelve, y todos los coches desaparecen.

Necesito salir de aquí.

Me acerco al conductor. Está escuchando el partido por la radio. Le miro fíjamente. Él sigue a lo suyo. Quiero bajar, le digo. Entonces el locutor entra en éxtasis por un jugada y pega un grito desgarrador. Me empiezo a poner nevioso. Hasta la parada nada, me dice el conductor, sin mirarme. ABRE LA PUERTA AHORA. Esta vez parece entenderme. Salgo de allí corriendo, esquivando a los coches parados. A lo lejos una harley hace sonar el tubarro perforado. Mientras, sigue ese ruido ahí arriba. El helicóptero de la policía que me lleva persiguiendo desde que me senté en aquella terraza del Retiro. Ahora no sé ni donde estoy. Amenaza tormenta y sé que si estalla me caerá encima un rayo y al fin se acabará todo. Miro para arriba. ¡Claro, el Círculo! Subo a la azotea por las escaleras, corriendo, ansioso. Al llegar arriba me doy cuenta de mi error. Allí hay un millón de personas. Los altavoces amplifican la voz de Bisbal. No, por dios, Bisbal no. Corro hasta la estatua de aquella diosa que nunca recuerdo el nombre. Me subo a la barandilla de piedra, levanto los brazos, y entonces empiezo a escuchar los murmullos. Miro hacia abajo, la calle de Alcalá sigue atascada, miro hacia el horizonte. El cielo se está volviendo negro. Las campanas de la iglesia de San José tañen como anunciando el fin del mundo. Los murmullos aumentan. Hablan de mí, lo sé. Alguien emite un grito de angustia. Alguien me dice que me baje de allí, que estoy loco. Entonces grito:

¡¡¡¡¡¡ SILENCIOOOOOO!!!!!!

El eco de mi voz retumba en todas las calles.

Se hace el silencio.

La gente se calla. Las palomas no existen. Bisbal tampoco. Las campanas han dejado de sonar. Ya no hay helicópteros en el cielo. Allí abajo, todos esos capullos me miran, ahora, desde sus coches, en lugar de pitar. Ya no suenan las ambulancias, ni los tubarros de las motos, ya no hablan las señoras, los locutores han enmudecido. Solo se escucha el aire. El cielo está a punto de estallar y descargar su ira sobre todos nosotros. Entonces, me bajo lentamente de la barandilla, y la veo allí, apoyada. Me mira, indiferente, mientras los demás están histéricos. Ella no.

Qué, ¿te has quedado más tranquilo?, dice ella.

, respondo, tenía una deuda conmigo. Sonrío.

¿Quién? pregunta.

Esta jodida ciudad.

Descubro en sus ojos azules un atisbo de sonrisa. No mueve la boca, no mueve ni un músculo, pero sé que está sonriendo. El viento agita su melena rubia, tapándole por momentos la cara. Se apoya en un bastón raro, parece incluso una lanza. Se enciende un cigarrillo, y me mira. Los seguratas ya han llegado, y no parece que tengan ganas de negociar.
Le pregunto el nombre, mientras me sacan de allí. Ella se acerca, me sonríe y deposita un trozo de papel en el bolsillo de mi abrigo.

Me llamo Minerva.

 
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6 de respuestas

  1. Lolita Galaxia

    Me ha encantado!!!!! Dios casi me dolían a mi los oídos. Genial esa diosa de la guerra.

    • miguelabollado2012

      Gracias Juana 😉 me alegro que te haya gustado. Es curiosos la cantidad de estatuas que tiene Madrid en sus tejados…y ésta de Minerva es una de mis favoritas

  2. Maruxa

    guau! qué intenso, me he metido en el relato hasta que Minerva me ha sacado del estupor…

  3. Buahhh….es genial jajaja, lo que me he reído. Muy bueno Miguel. Me ha encantado…Besos

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