Por @SilviaP3
Es curioso cómo la vida, de forma inesperada, casual y completamente azarosa, te sacude por dentro de la forma más simple. A menudo, en estos tiempos que corren, nos sucede a través de la Red, simplemente con un tuit o una frase o un sonido o una intensa y dulce voz.
Y de pronto, una noche, descubres un artista, escuchas sus canciones y sientes una poderosa presencia que te observa desde el otro lado de la habitación, como un hermoso ser que se despereza, despertando, iluminando una esquina y esperando captar tu atención. Y allí está tu guitarra enfundada, olvidada sin ser olvidada, exiliada de sus curvas y sus cuerdas, aguardando, en silencio, que de nuevo la acaricies y rescates del rincón.
«Vuélveme a tocar», susurra.
El placer y el dolor que es capaz de transmitir un instrumento musical, seguramente, solo llega a entenderlo del todo aquel que, en mayor o menor medida, puede tocarlo. De seguro no tienes por qué ser un virtuoso, únicamente robar unos sonidos, salpicar unos arpegios o murmurar unos acordes, y será suficiente para entender lo que digo, para comprender cómo puede moverte por dentro hacer hablar a una hermosa pieza. Después de todo, en ocasiones, una nota emitida por un trozo de madera es más lastimera que un llanto profundo.
Lo cierto es que hay veces en la vida que, un día, tocas por última vez y queda grabado a fuego en tu memoria. Ni siquiera sabías que ese era el último día que ibas a tocar en mucho tiempo, e incluso desconoces si volverás a tocar alguna vez.
En un cuerpo de madera, en un trozo de metal, puede residir una máquina del tiempo. Admitámoslo. La música tiene poder. Unas notas nos hacen volar a un instante preciso; otras nos quiebran las corazas; algunas incluso no podemos oírlas sin sentir furia, enojo, la dicha más intensa o la más profunda de las penas. Y sin embargo, sones, ritmos, cantos, melodías… siguen siendo un bálsamo para el alma, una forma de celebrar la vida o un modo de apaciguar el dolor. Bien lo sabe mi guitarra.
Hace un siglo que susurra y hace un siglo que hago que no la escucho. No sé si algún día responderé a su llamada. Tal vez, cuando lo haga, si es que lo hago, descubra que es cierto eso de que hay cosas que, por más tiempo que pase, no se olvidan; mientras tanto, de cuando en vez, la seguiré oyendo murmurar: «Vuélveme a tocar», y seguiré descendiendo la vista y volviendo a responder: «Todavía no».