Por @SilviaP3
Tiempo, siempre el tiempo. Se cuela en las conversaciones, se convierte en la excusa para no escribir correctamente un mensaje, se utiliza para la exaltación de las virtudes de las últimas tecnologías, se valora conforme la velocidad de nuestros vehículos y se convierte en las cadenas que atan nuestras muñecas.
El ritmo frenético en el que vivimos contribuye a que su mención sea constante, a que su escasez sea enervante, a que su valor sea engañosamente frivolizado; porque, a la hora de la verdad, el tiempo que ahorramos teóricamente con esos mensajes, con esos rápidos desplazamientos, con ese recordatorio constante de la hora en nuestras pantallas, es invertido en más carreras, más mensajes, más compras, más trabajo y más competitividad.
Algunos no recuerdan cuándo fue la última vez que caminaron por la calle sin prisa, sosegados, observando los pájaros, sorprendiendo la charla amena de dos transeúntes ancianos, siguiendo con la vista al niño que se tira de un tobogán, percatándose de que han cambiado las petunias por azaleas en los jardines de la ciudad.
El teléfono móvil se ha convertido en una extensión de nuestros cuerpos, azuzando la velocidad de nuestro ritmo de vida; un ritmo de vida en el que, con demasiada frecuencia, las víctimas son nuestros corazones.
Todo es fugaz. Todo tiene que ser inmediato. Solo es válido lo nuevo, lo joven, lo recién descubierto. Poco dura sin embargo esa sensación. En seguida, la atención es captada por otra cosa, por otro asunto, por otra tarea, corriendo el riesgo de convertirnos en esclavos de la velocidad y el miedo.
Como resultado, más allá de las cardiopatías o de los problemas de ansiedad, las tomas de decisiones, que nuestro cerebro demanda que sean pausadas y reflexivas, adoptan el ritmo de vida que llevamos, y se vuelven impulsivas, aceleradas, precipitadas, como si las personas estuvieran conduciendo sus vidas a golpe de ratón, de pestaña en pestaña, de hipervínculo en hipervínculo, perdidas en la espiral frenética de sus rutinas.
El tiempo, sin embargo, lo sabe. Somos finitos. No existe tiempo para todo. Dosificar, priorizar, desconectar y detenerse de cuando en vez, nunca ha sido tan importante como ahora, en una época en la que todo demanda nuestra atención, en la que las barreras entre el ocio, el trabajo y la intimidad se han venido abajo por avatares y perfiles.
El tiempo, sin embargo, lo sabe. Hay cosas que requieren lentitud: saborear una buena comida, disfrutar de una apacible conversación, gozar de un soleado paseo, fundirse en un abrazo de los que detienen las manecillas del reloj…
La naturaleza, que es sabia, conoce que las prisas nunca son buenas consejeras y que el apresuramiento suele ser padre de los fracasos, sabedora de que siempre hay que sembrar antes de recoger la cosecha.
Nuestra mente requiere tiempo para los placeres más sencillos de la vida y para los sentimientos más importantes del alma, cumpliéndose la paradoja de que el mayor de nuestros dones es el que más desperdiciamos, pensando que siempre dispondremos de él, creyendo que el futuro nos pertenece.
Con el paso de los años, la experiencia enseña que el único momento que realmente poseemos es ahora, y quien sea consciente de ello, difícilmente podrá desperdiciar la materia de la que está hecha la vida.
Artículo publicado el 26 de marzo de 2014 en el diario digital El Cotidiano.