Por @SilviaP3
Perdamos la vista en el horizonte. En el placer de su contemplación confluyen cierto temor hacia lo desconocido, la inseguridad de lo impredecible y una extraña expectación hacia un futuro que puede deparar tantas emociones y alegrías como decepciones y tristezas. Todo ello provoca en nuestro estado de ánimo esa certeza de saber que, en la marea de la existencia, únicamente la sinceridad y la honestidad con nosotros mismos pueden mantenernos a flote; al fin y al cabo, nadie puede vivir nuestra vida.
Resulta curioso cómo, en esas ocasiones en las que el horizonte nos llama, repleto de promesas, de nuevos proyectos, de cálidas sonrisas y hermosos gestos, corremos el riesgo de que parte de nuestro ser sienta el tirón de la soga del pasado, gritando nuestros nombres, seduciéndonos con la idea de creer que lo que ya conocimos es mejor que aquello que conoceremos, que lo que ya fue es más seguro que lo que será.
Qué engreídos somos los seres humanos. ¿Cómo diablos vamos a saber más que el tiempo, más que el futuro, más que la impredecibilidad de la vida? ¿Cómo diablos vamos a saber lo que no preguntamos? Pero, aunque en ocasiones nos pese, no tenemos poderes; así que no nos engañemos. Cada vez que buscamos el refugio del pasado, seguramente, lo que estemos haciendo sea evitar afrontar la incertidumbre del presente y el miedo hacia el futuro. Eso, siempre y cuando no tengamos asuntos pendientes. En este caso, más nos valdrá solucionarlos, o esa soga pegará tirones toda la vida.
Sea como fuere, mientras tanto, entre el peligro de recrearse, cuando no atormentarse, con el pasado y el terror absoluto hacia todo lo malo que puede acontecer en el futuro, nos perdemos de vivir lo único que tenemos: el presente. Hoy. Ahora. Este instante en el que escribo, en el que el sonido del teclado murmura acompasado la armonía de saber que se está en paz con uno mismo y con el mundo, la tranquilidad de comprender que, pasados lo años, uno puede perder la vista en el horizonte, reconocerse, sonreír y decirse: «Después de todo, no lo has hecho tan mal».
Y de paso, con esa sensación amable y apacible, uno aprovecha para repetirse, ya que nunca está de más, que el tiempo es eterno y nosotros finitos, y que entre los oropeles del mundo en el que vivimos es fácil distraerse y perder de vista el camino de baldosas amarillas. Por ese motivo, de cuando en vez, viene bien hacer este tipo de reflexiones, recordar quiénes somos, abrazar a quienes amamos, disfrutar de la orilla del mar y admitir, humildemente, que ninguno de nosotros sabe si estará sobre esta tierra mañana.
Así que apresen el momento presente y dejen de perder el tiempo atormentándose con futuribles que tal vez no vengan nunca, con convencionalismos que a nadie importarán dentro de cien años. Atrévanse a vivir tal y como deseen. No llenen su memoria de instantes que no supieron aprovechar, ya fuera por miedo o por creer que tendrían otras ocasiones para hacerlo. Y en cuanto al pasado, tal y como siempre me ha repetido una admirable mujer desde que tengo uso de razón, no lo olviden: De recuerdos no se vive.