Por Silvia Pato @SilviaP3
A menudo uno lee algún artículo en el que se plantea la idea de que, a partir de un momento en la vida, la creatividad empieza a decaer, lo que provoca que se cuestione si un artista, después de determinado instante de su biografía, ya no está capacitado para realizar grandes obras. Aunque esa perspectiva pueda dar lugar a interesantes debates, es cierto que produce desazón comprobar que siempre se realiza bajo el mismo enfoque: la edad.
Estamos siempre a vueltas con la edad, e incluso cuando no la percibimos, la publicidad acude, omnipresente, para recordárnosla. ¿Siempre fue tan exagerada para el hombre la preocupación por el transcurso de los años como lo es en la actualidad?
El problema no es la edad; el problema es una sociedad en la que la juventud es considerada una virtud por sí misma, y como consecuencia el mensaje subliminal que se transmite desde todas partes es que ser adulto es un defecto. Incluso los artículos que se comparten por las redes sociales y las opiniones que se expresan en voz alta sobre las etapas de la vida no dejan de ser, en ocasiones, meras poses por parte de la mayoría de la gente. Los actos desdicen con creces sus palabras.
Y es que escuchas a algunas personas criticar esta sociedad en la que vivimos mientras siguen eternizando los hábitos que tenían con veinte años, repitiendo bajo otra visión exactamente los mismos errores, tropezando con las mismas piedras, alimentando idénticas dependencias y padeciendo el mismo comportamiento egoísta característico del adolescente que busca su sitio en el mundo. ¡Qué difícil es encontrar coherencia y honestidad en un mismo cuerpo en el siglo XXI!
En el arte, la situación no es muy distinta. Podría decirse que el ámbito artístico se erige como un pequeño mundo dentro del mundo en el que vivimos; y si tenemos en cuenta que en sectores como el musical o el literario, al final, se conoce más o menos todo el mundo (más en los casos en los que habitamos ciudades de mediano o pequeño tamaño, por mucho que algunos crean que las mismas son el centro del universo), las quejas y las influencias del entorno, si uno se deja absorber por él, terminan convirtiéndose en un freno repleto de frustraciones para el avance de cualquier creador y para el aprendizaje sin prejuicios de cualquier mente inquieta, por no hablar del desgaste de un saludable estado emocional.
Sin embargo, y como consecuencia de esa idea tan manida de que nacemos con un don para escribir, componer, tocar, filmar, esculpir, dibujar o pintar, alimentamos la creencia de que hay cosas que se pueden hacer con doce, quince o veinte años, cargándonos las espaldas con esas prisas inexplicables de creer que hay que lograr las cosas de inmediato, en un par de años como mucho, y antes de una edad biológica que no se sabe muy bien quién nos introduce a veces en la cabeza, porque parece que después de esa fecha del calendario, los logros tienen menor valor.
Como si no se adorara ya suficientemente la juventud, aún encima, le concedemos los valores que se consiguen con el transcurso de los años. Sin duda, hay creadores, científicos y pensadores que han alcanzado grandes logros a edades intempestivas, eso nadie lo pone en duda, pero no olvidemos que son excepciones, y no podemos convertir la excepción en norma en ningún caso de la vida, o perderemos por completo la perspectiva.
Nuestra mejor obra siempre está por llegar.
Si hay algo que hace falta para escribir es la experiencia vital de aquello que nos hace humanos: las emociones, los sentimientos. Uno puede ambientar una novela en un lugar en el que no ha estado y hacerlo creíble; sin embargo, ¿puede alguien escribir sobre la muerte de un padre o una madre o un hijo sin haberla padecido? Por poder, se puede, pero ese tipo de vivencias y esa madurez emocional se reflejan luego en cada línea y convierten el trabajo en honesto, y eso es lo que provoca la empatía de un lector que siente la desgracia, o en su caso, la alegría ajena, como propia. Al fin y al cabo, los poetas no están relacionados con la tristeza por pura casualidad, por más que se empeñen en hacernos creer que únicamente con la imaginación uno puede sentir lo que nunca ha sentido.
Si admitimos entonces que la experiencia vital es un tesoro inigualable para crecer como personas y creadores, tendremos que asumir que será muy distinto escribir con veinte, con treinta o con cincuenta años. Es más, en nuestra vida como lectores ya es distinto leer determinadas obras en la adolescencia o en la madurez, así que imaginémonos lo que debe ser expresar las emociones, narrar las historias o escribir los versos más tristes esta noche con una o con otra edad.
Los años nos alejan de los extremos, y nos permiten observar toda la amalgama gris de matices con la que se colorea nuestras vidas. Cuantos más tonos veamos, más podremos avanzar en este eterno camino del aprendizaje, sea cual sea el que estemos recorriendo. Por supuesto, esto es así siempre y cuando uno continúe esa senda avanzando, y no se empeñe, por ese afán de simplificar las cosas, en alimentar el ego y caer en la trampa de lo que la sociedad nos inculca sobre ser joven, sobre ser artista, sobre triunfar. El peligro de asumir esas premisas es terminar viviendo la vida en círculos, yendo para atrás cada vez que haya que dar un paso hacia adelante, la mitad de las veces por miedo y la otra mitad por sucumbir ante los convencionalismos, el entorno y la presión ejercida por otros.
Hay tres cosas imprescindibles para cualquier creador que no tienen nada que ver con la edad, y que irónicamente son las que nos mantienen jóvenes: la curiosidad, la ilusión y la capacidad de maravillarnos. No son las cremas, ni las salidas nocturnas, ni la ropa, ni determinada forma de vida que nos anuncian a diestro y siniestro desde todas direcciones; cuidar al niño que llevamos dentro es lo que mantiene la llama que nos alegra el día, nos conduce a aprender, a crear y a ser esponjas en un mundo cada vez más hostil. Porque por más hostil que sea, el mundo es inmenso, y hay gente admirable de todas las edades en todas partes.
Hay muchos que prefieren ser el pez grande en el acuario más pequeño, pero otros, tengamos el tamaño que tengamos, por más diminutos que seamos, preferimos vivir en el mar; porque después de todo, un acuario no deja de ser una jaula.