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Las GORDAS son un lujo

«Ahí la tenemos. Su silueta recortándose en el umbral de mi habitación. O viceversa. Porque está tan gorda que apenas se ve otra cosa que no sea ella. Joder, no es una mujer, es un puto eclipse.

Y que conste que no lo digo con desprecio. Me encantan las gordas. Me fascina la carne. Amplios traseros, pechos golosos, muslos neumáticos, mofletes rosados, barriguitas bulbosas, rincones secretos, sudor generoso… Mujeres de verdad. Sin tapujos. Las auténticas vecinitas de enfrente. Aburridas de la vida. Necesitadas de sexo. Hembras auténticas. Sin remilgos. Deseosas de aplastarte la cara en su culo, su coño, sus tetas… Aquella jamelga de Amarcord hizo estragos en toda una generación. Sus palabras aún resuenan en mi cabeza, tan vivamente como los gritos de un grupo de aficionados borrachos cantando gol en el barucho de turno: “No soples, chupa…”. Y así es ella. Gorda de cojones. Caliente como una estufa.

Llegó a casa embutida en unos vaqueros elásticos y una camiseta de tirantes a punto de reventar, dos enormes ojos verdes clavados en mí, gruesos y entreabiertos labios color grosella, inquietas manos regordetas con anillos y pulseras cortándole la circulación, un flequillo sudoroso apelmazado contra su frente, como si le hubiera lamido una vaca, la respiración entrecortada, los pechos en la barbilla, la barriga hinchada… Y las bragas mojadas.

La invité a pasar y sentarse en el sofá. Y mientras preparaba un par de copas vi cómo se secaba el sudor con un pañuelo: la frente, el canalillo, los sobacos…

Según me senté junto a ella empezamos a darnos el lote. Pimpa un filete. Su lengua buscaba la mía, sus manos mi manguera, las mías su pecho, sus michelines, su trasero… Todo. Había tanta pechuga, tanta lorza… Y ese perfume. Un jardín de rosas regado con amoníaco. Nubes de algodón salado. Nenúfares mutantes. Pomada. Aceite. Vaselina. After Sun. Crema de manos. Un deleite para los sentidos. Y para mi verga. Ansiosa por zambullirse en esos carrillos efervescentes. Bucear hasta lo más profundo de su garganta. Vestirse de babas, flemas, mocos… Lo que hiciera falta.

Con cuatro arrumacos, el sofá de cuero se había convertido en piscina. Réplica a escala del Mar Muerto. O una pista de hielo. Con dos cuerpos resbaladizos que se deslizaron sobre él para acabar, irremediablemente, en el suelo. De modo que cogí su mano y la llevé a la habitación. Allí estaba la cama. Primero ella. Luego yo. Un edredón de piel que me cortó la respiración. Joder, mis brazos se sacudieron como dos atunes fuera del agua. Sus manos agarraron algo. Mi vista se nubló…

Me encantaría deciros que me follé a una gorda. Pero cuando ella se me puso encima… solté un gemido. Y antes de que empezara a comérmela…

Me quedé dormido».

(Fragmento de CERO, una novela del menda lerenda. ¡No os perdais el book trailer!)

 

 
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