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Los riesgos del buenrollismo

Últimamente en diferentes redes sociales me he dado de bruces con este meme (más bien, esta memez) tan bienintencionada y buenrollista como insufrible:

«Yo no soy gay, pero alguien a quien quiero mucho sí, y por eso estoy a favor de sus derechos».

Pocos ejemplos de conectores consecutivos he encontrado donde el «por eso» esté tan mal empleado como en  ese enunciado. Y es que, aunque haya quien se sorprenda, no solo no es necesario ser gay para defender los derechos homosexuales, sino que tampoco lo es conocer a gay, lesbiana, trans o bisexual alguno. Es más, los gays ni siquiera tenemos por qué ser simpáticos, ni encantadores, ni superamigos de nadie para que alguien esté «a favor de nuestros derechos». Estar a favor de la libertad de cualquier ser humano para amar y desear a quien le plazca es algo que debería formar parte de los principios de todos, igual que tampoco tendría que ser necesario haber nacido mujer para denunciar el machismo y la discriminación (algo que, por desgracia, dista mucho de ser real en esta época en la que el machismo ha decidido salir abiertamente de la caverna), ni tendríamos que haber nacido fuera del país en que vivimos para combatir el racismo y oponernos a toda forma de xenofobia.

El discurso de lo cercano es tan limitado como ridículo. Y, por si fuera poco, suele apoyarse en estereotipos que nada tienen que ver con la realidad. Porque nadie ha dicho que todos los miembros de la comunidad LGTB debamos de ser personas tan enternecedoras y queribles como este ñoño mensaje sugiere. Aunque todavía haya quien se sorprenda, no nos parecemos a los estereotipos de las series televisivas, ni todos tenemos siempre el don de hallar la gracia justa en el momento exacto, ni somos una suma de abdominales marmóreos y cuerpos esculturales, ni siempre combinamos bien todos los colores ni nos sabemos, uno a uno y de mejor a peor, todos los temas de Madonna.

Claro que en la formación del estereotipo gay también nosotros tenemos gran parte de responsabilidad, pues nos hemos dedicado a cimentarlo desde una frivolidad supuestamente jocosa (y decididamente inofensiva: cuánto hemos retrocedido gracias a la autocomplacencia), olvidando que la igualdad no tiene nada que ver con el cliché, sino con la reivindicación firme y coherente de la diversidad. La heterogeneidad. Y la diferencia. A cambio, hemos permitido la condescendencia y, en cierto modo, nuestra conversión en personajes más que en personas, confundiendo al fin la tolerancia (horrible palabra) con el respeto que merecemos y debemos exigir. No se trata de tolerar a nadie, se trata de convivir. 

Así que, por mucho que ese ñoño mensaje sugiera lo contrario, puedo ser antipático, o un borde, o un solitario irredento y, aunque eso me haga insoportable y, seguramente, me dificulte tener muchos amigos, seguiré teniendo el mismo derecho a ser respetado y a que mis derechos sean apoyados y defendidos. Aunque no haya nadie que pueda decir eso de que me quiere mucho para ratificarlo. Pero la libertad no es una cuestión de afecto individual. Es un derecho universal que (y recordemos los más de 70 países donde se criminaliza la homosexualidad) seguimos muy lejos de conseguir. Y punto.

 
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1 Comentario  comments 

Una respuesta

  1. Y aún más allá que «tolerar» o «compartir», se trata de apreciar, admirar y alimentarse de todas las cosas positivas que los demás nos aportan (también hay que saber ignorar a los tóxicos, ¡ojo!). La diversidad es enriquecedora, pero aquí no estábamos acostumbrados. La primera vez que salí de España me topé con otras realidades. Alguien decía que se notaba mucho cuando veía a la gente en España o llegabas al embarque del vuelo de vuelta desde el extranjero, porque todos vestíamos igual y nos comportábamos igual. Todavía estamos en proceso de aprender muchas cosas que los demás nos aportan. Los prejuicios sobre orientación sexual, religión o raza sólo son trabas que nos limitan. Cuanta más diversidad, mejor.

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