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Cultura de base

Aquí estaba mi primer local de ensayo. Un local pequeño, ruidoso, rodeado de grupos de música de todo tipo y condición y con apenas medios. Un local que cambiaba de ubicación según la semana y los eventos que se organizaran en el edificio, donde algunos días apenas se podía trabajar. Un local lleno de supuestos inconvenientes prácticos y que, sin embargo, a unos cuantos locos reunidos bajo el nombre de Armando no me llama nos permitió crear varias obras teatrales y empezar a estrenarlas cuando, de otro modo, jamás habríamos dispuesto de los medios para ello. Teníamos 18 años, ni un duro en el bolsillo, muchas ganas y un montón de ideas, así que cuando se ofrecieron locales de ensayo gratuitos en aquel Centro Joven no dudamos en solicitar uno.

Hoy (x años después: despejen ustedes la incógnita) sé que no habría escrito ni uno solo de los textos que vinieron después si no hubiera sido por el impulso de esos años, de cada uno de los proyectos que nacieron en esas paredes y que me curtieron, frente a públicos de todo tipo y condición, en este extraño oficio de la escritura. Ahora que acabo de llegar del estreno de una versión de Yerma en Washington y preparo las maletas para el estreno de De mutuo desacuerdo en Panamá, pienso que nada de eso sería posible sin esos años en los que en una ciudad como Alcorcón, donde éramos muchos los adolescentes con tantas ganas de hacer como no tantas posibilidades de hacerlo, se volcó en ofrecer medios y lugares para los más jóvenes, hasta el punto de que muchos de aquellos (entonces) chavales hoy nos dedicamos al teatro profesionalmente, ya sea como actores, directores o autores.

Esa cultura de base, valga el símil deportivo, es la que tienen que fomentar Ayuntamientos y Comunidades. Porque la cultura no puede ser un hecho esporádico y elitista, ni el dinero público ha de usarse solo para que los medios se vuelquen durante apenas unos días con un determinado -y fastuoso- evento. Claro que todo tiene cabida, pero si no se fomenta la creación y la participación desde la base seguiremos teniendo un tejido cultural escaso y apenas existente, una red endogámica -ya lo es- donde la cultura no forma parte de la vida, sino tan solo del ornamento de esta. Así se pierde su potencial crítico, su valor humano y su auténtica y necesaria dimensión. Hay que buscar el modo de provocar esa creación, de llenar los centros culturales, las bibliotecas y los auditorios municipales con un plan de actividades que no solo beneficie a unos pocos, sino que promueva la acción de los barrios en los que se insertan y donde no seamos solo espectadores, sino también agentes.

Llevo nueve años dando clases en institutos y me consta que hay una generación de adolescentes con un enorme potencial y mucho que decir. Una inversión sólida y un plan real de incentivación de la cultura puede conseguir que escuchemos su voz, porque aunque los seguidores de Gran Hermano 16 (sí, 16, ese es el país en que vivimos) griten más, son muchos los que tienen otros temas de los que hablar y otros lenguajes en que expresarse. Demos medios. Abramos vías. Construyamos. Y dejemos de concebir la cultura como un evento social que ha de acaparar fotos, titulares y celebrities para que el político de turno se ponga la medalla pertinente. La verdadera medalla no se ve y se gana muy a largo plazo. Y consiste en abrir caminos para que la cultura -la de verdad- sea indisociable de la vida.

 

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