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800 vidas

800 mujeres asesinadas en España desde 2003.

800 vidas arrebatadas.

800 universos calcinados.

La cifra es alarmante. Difícil de creer. Profundamente dolorosa. Y exige a gritos una reacción a todos los niveles. Sin embargo, esa reacción -tras el último doble crimen sucedido en Cuenca- vuelve a resumirse en las condolencias de tal o cual (ir)responsable político y en los habituales minutos de silencios en los que mostramos una repulsa callada ante lo que necesita una respuesta contundente y activa.

El asesinato es la expresión última y más terrible del machismo con el que convivimos cada día. Ese machismo que aún hay quien niega y que, en sus expresiones micro, crea el caldo de cultivo para que la violencia de género sea uno de los problemas más graves de nuestra sociedad. Un problema que, curiosamente, no aparece entre nuestras principales preocupaciones en las encuestas. Será porque hasta en eso actúa la misoginia: no solo se invisibiliza a la mujer, también a los crímenes de que son víctimas.

Términos como «feminazi» o afirmaciones tan extendidas como la de «yo soy no soy ni feminista ni machista» son algunas de las lindezas con las que convivimos día a día. Como si defender la igualdad entre mujeres y hombres (feminismo) pudiera compararse a la discriminación de la mujer (machismo). Pero el discurso heteropatricarcal ha calado de nuevo y es alarmante escuchar conversaciones al respecto o, peor aún, observar cómo han variado las relaciones entre (muchos) adolescentes, en  un viraje hacia unos patrones de género que creíamos superados. Responsabilidad en ello tienen también los modelos de relaciones que les plantea cierto tipo de ficción, donde la protagonista de tal o cual novela sufre cual mártir el violento carácter del macarra de turno, consciente de que el amor verdadero «es así» y sabiendo que, al final, ella acabará cambiándolo. La mujer pasiva y el héroe castigador, todo un prodigio literario y social convertido en superventas.

El micromachismo es sutil, porque su eficacia radica en que parezca que no exista. Pero existe y horada, gota a gota, la igualdad que tanto tiempo nos ha costado -y sigue costando- construir. Del micro al macro solo hay que dar algunos pasos, ni siquiera mucho, los justos para cambiar los titulares sobre los crímenes de la violencia de género por las (supuestas) denuncias falsas al respecto. O para sustituir una «mujer asesinada» por una «mujer muerta» en un titular.

Entre tanto, y mientras esperamos -como a Godot- un pacto de Estado contra el terrorismo machista, seguimos preguntándonos cómo es posible que no haya prevención educativa suficiente para trabajar a favor en contra de la violencia y la misoginia. ¿Qué lugar ocupa la igualdad en nuestros contenidos educativos? ¿En qué nivel de la ESO o de Bachillerato se trabaja? ¿Dónde se esconde, más allá de la transversalidad y de la buena voluntad de docentes y centros, el trabajo de la igualdad en el aula? No está ni se la espera, así de sencillo. Algo asomó en la ya extinta Educación para la Ciudadanía, pero estamos demasiado ocupados resolviendo polinomios y analizando sintagmas como para educar contra la violencia y prevenir así cifras como esas 800 muertes que estremecen de solo pronunciarlas.

Por eso no podemos combatir la violencia con silencio. Hay que combatirla con acciones. Con palabras. Con un uso no sexista del lenguaje (ya está bien de niñas que son «princesas» y niños que son «campeones»). Con un análisis consciente y crítico de la realidad. Con una educación que trabaje la igualdad. Y con medidas legales y judiciales que castiguen con severidad la violencia y protejan, de verdad, a las víctimas. El silencio, en una guerra como esta, no soluciona nada. Las armas son la educación. Y la ley.

 

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