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Somos, soñamos

Somos lo que soñamos. Y soñamos cuando nos atrevemos.

En la última novela de Màxim Huerta, La noche soñada (Premio Primavera 2014), la magia existe. Es esa forma de ilusión que reside en lo minúsculo y en lo cotidiano. Esa poesía que se nos escapa cuando no somos capaces de buscar la belleza porque dejamos que lo evidente acabe con lo que realmente importa. Un viaje a esa Ítaca del recuerdo y la memoria -no en vano recuerda Justo, su protagonista, el célebre poema de Kavafis- en la que Màxim no bucea desde la nostalgia que nos inmoviliza, sino desde la necesidad de comprender quiénes hemos sido para abrazar, con valentía, quienes queremos ser. Futuro visto desde el pasado porque, a fin de cuentas, nada hay tan irreal como lo que (eso decimos) sucedió. Como lo que existe solo desde nuestro (parcial y subjetivo) relato.

El amor recorre la novela en todas sus formas y expresiones. Amor que es pasión por la vida, que es luz mediterránea, que es viaje homérico por los lugares que el lector no puede dejar de revivir en las palabras de un narrador -a menudo protagonista, a ratos testigo- que reconstruye su particular odisea en un doble plano: el temporal -el viaje para explicar cómo surgió la magia en aquella noche de San Juan de 1980- y el espacial -el periplo desde el que se construye, treinta años después, en su nuevo presente. Odiseo y Telémaco a un tiempo, anudado con fuerza a la gran protagonista del libro, una madre que elige no seguir siendo la tejedora Penélope y que encierra, en su trazo (contundente y lúcido) el portazo de la Nora de Ibsen y el coraje de quien se arriesga a ser más allá de cuanto los demás pretendan hacer de ella. Novela, como todas las de Màxim, en la que la identidad (y su elección) es la gran protagonista: el yo contemplado desde la necesidad de optar y de confrontar lo que queremos ser con los límites de lo que nos dicen -nos imponen, nos oprimen- que deberíamos ser.

Capítulos llenos de imágenes y de sensaciones, un recorrido sinestésico que combina la agilidad de los diálogos con la plasticidad de sus descripciones. Ava Gardner trae consigo a la novela un nuevo elemento mágico: el cine, cómo no. Y la prosa se contagia de su ritmo construyendo, en algunos de sus capítulos, logrados fotogramas donde vemos la reconstrucción neorrealista de un relato en el que todo parece tener volumen, tacto, olor… Y vida.

Una novela que es un canto a los sueños, sí, pero en la que se evita caer en la visión edulcorada del idealismo y que ahonda, en ese periplo de Justo, en las sombras que trae consigo la utopía. El dolor que provoca la renuncia que conlleva todo sueño quijotesco y, a la vez, la necesidad de asumir esa pérdida como parte esencial del camino hacia la propia identidad. Hacia la (dure lo que dure) felicidad. Un viaje en una noche -en una vida- del sueño a la culpa y de la culpa a la indulgencia y la reconciliación. Porque eso, quizá, es lo más hermoso de la forma en la que Màxim mira a sus personajes: su capacidad para situarse entre ellos, desde sus debilidades y sus grandezas, en una narración que no juzga, que tan solo cuenta. Que nos emociona Que se sueña, como esa noche de 1980, para alentar en nosotros las resonancias y ecos de lo que, como Justo, también soñamos ser.

 

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