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Carrozas, desfiles… y palabras

Es divertido subirse a una carroza. Pasearse rodeado de amigos en un desfile donde se es uno más entre la multitud. Donde, aunque estemos allí arriba, nadie nos ve. Porque no somos más que parte de un colectivo que disfruta de su día de fiesta. Que sumerge a toda la ciudad en esa misma fiesta.

Pero después, cuando el evento acaba, cuando la ciudad intenta superar la resaca de su hipérbole hedonista, comienza otro desfile. Uno muy diferente en el que ya sí somos. Porque de repente, en nuestra carroza, solo estamos nosotros. Y no es ni tan vistosa, ni tan llamativa, ni tan original. En realidad, es anodina de puro repetida. Una carroza que se llama cotidianidad y donde, paradójicamente, somos mucho más visibles que antes. Porque en esa carroza ya no nos sirve el camuflaje de la multitud, ni la coartada de la fiesta, ni la orgía de libertades compartidas que celebrábamos solo unos días atrás.

Ahora, en esta carroza monovolumen, solo somos ese yo que es hijo, o que es amigo, o que es compañero de trabajo, o que es vecino. Ese yo que tiene responsabilidades, obligaciones, miedos, dudas y lazos emocionales con el mundo que le rodea. Ese yo que puede optar por subirse a la carroza del lenguaje explícito o por regresar al armario hasta que llegue el próximo desfile colectivo de las otras carrozas.

La alternativa se puede resolver con fórmulas cobardes y manidas. Con ese «mi pareja» que carece de sexo y que preferimos a otras palabras donde la desinencia de género -una simple a, una simple o: depende del quién- se convierte en la única bandera que realmente necesitamos. En mi caso, se me ocurren mil carrozas lingüísticas para llamar al hombre que comparte la vida conmigo y que no tienen nada que ver con esa ambigüedad calculada que encierra el epiceno «pareja». Esa ambigüedad que nos devuelve, como tantos otros pequeños gestos, a la oscuridad de lo que no se dice, de lo que no se cuenta, de lo que no se ve.

Llevo años oyendo excusas de todo tipo para no dar pasos al frente. Y no es que no las respete. O que no las entienda. Cómo no voy a comprender los mismos miedos que he sentido yo. Cómo no voy a ser consciente de los riesgos de exclusión social, de exclusión laboral, de exclusión personal que he afrontado y, en algunos casos, sufrido en mi propio recorrido vital. Y quizá por eso, defiendo con rotundidad la necesidad de esas otras carrozas: las del día a día, las que no tienen el glamour ni la gracia de las que veremos inundar Madrid este fin de semana. Porque esas carrozas de la palabra, de lo cotidiano, de lo diario no son tan divertidas, ni tan brillantes, ni están habitadas por cuerpos tan espectaculares como los que pueblan la Gran Vía cada Orgullo, pero son sólidas y necesarias, imprescindibles para que la normalidad se imponga y los más jóvenes tengan cada vez menos miedo en dar el primer paso. Ese paso que reside en encontrar las palabras para definirse como nos dé la gana o en hallar las fuerzas coger de la mano a alguien -en ese instante, en esa eternidad fugaz que es el amor- en plena calle.

No se trata de definirnos por el sexo de aquel a quien amamos: somos mucho más complejos y heterogéneos que eso. Se trata de no escoger las palabras como un escudo. De no emplear sinónimos asexuados para camuflar una identidad que no tenemos por qué explicar y que sí tenemos por qué vivir. A plena luz. Bajo esa luz que solo nos dan las palabras -la realidad no verbalizada corre el riesgo de volverse irreal- y que es la auténtica carroza a la que todos deberíamos subirnos.

 
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