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Cuando fuimos dos

No soporto las historias de amor con buenos y malos. Ni las que juzgan a sus personajes. Ni las que dan lecciones de moral.

No me interesa la visión de las emociones desde el prisma de lo correcto y de lo incorrecto. Ni el planteamiento maniqueo de ciertos comportamientos según se adapten -o no- a lo que la sociedad parece considerar -de modo generalizado, que no crítico- adecuado o inadecuado.

Me apasionan, sin embargo, las historias donde los personajes hacen un recorrido complejo, en la dirección que sea, y en las que sus autores nos permiten entenderles o, cuando menos, tomar nuestras propias decisiones sobre las preguntas que ellos nos plantean.

Por eso escribí Cuando fuimos dos, porque quería contar la vida de una pareja de chicos sin entrar a tomar partido por ninguno de ellos. Me apetecía exponer su intimidad dejando que fueran ellos mismos quienes se defendieran, organizando el texto con una estructura tan caótica como lo son nuestros recuerdos cuando intentamos contar qué pasó antes y quién tuvo la culpa de qué.

Promiscuidad, deseo, fidelidad, convivencia, vértigo, dudas, celos, posesión, dependencia… Todos tenemos nuestra propia visión de cada una de estas palabras. Exactamente igual que los protagonistas de esta obra. César piensa una cosa y Eloy piensa, habitualmente, la contraria. Pero yo me mantengo al margen. Porque no puedo dejar de entenderles a ambos. Porque a veces soy uno y a veces siento que soy el otro. Porque me niego a vivir en línea recta y a no contemplar la realidad -como autor, como espectador, como persona- de un modo mucho más complejo y multidimensional.

Tampoco escribí, aunque pueda parecerlo, una obra gay. Básicamente, porque no creo que exista el teatro gay. Ni el cine gay. Ni la literatura gay. Cuando alguien estrena una película en la que un hombre y una mujer viven un romance, nadie afirma que haya salido de ver un gran ejemplo de cine hetero. Ni se habla de la novela hetero. Ni del cómic hetero. Sin embargo, si la historia de amor es entre dos hombres, o entre dos mujeres, sí que ya es cine gay. O novela gay. Ridículo, sin duda, pero demasiado frecuente en una sociedad tan fanática de las etiquetas y los estereotipos.

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Cuando fuimos dos es la historia de amor de dos personas -Eloy y César- y la disección emocional -a veces dramática, a veces cómica- de su día a día. Una sucesión de recuerdos donde cada miembro de la pareja da su propia versión (a fin de cuentas, eso es la memoria: la invención que hacemos de nuestro pasado) y en la que el único juez posible será el propio público, si es que no consigo que abandone la toga y cambie el púlpito de la justicia por el escernario de la empatía. O por el espejo -a veces incómodo- de la comprensión.

Este texto fue editado por Ñaque en 2012 -qué haríamos los dramaturgos sin editoriales tan valientes como ellos- y ahora se reestrena en Madrid con dirección del gran Quino Falero -es un lujo saber que mi obra está en las manos de un profesional como él- y la interpretación de dos magníficos actores, Felipe Andrés y David Tortosa. Un estreno que no sería posible sin la valentía de su productora –Cría Cuervos, sabiamente comandada por Rocío Vidal– y de la sala donde, desde el 7 de febrero, verá la luz esta historia de dos: El Sol de York, un nuevo espacio escénico que apuesta con honestidad por el teatro, dando cabida a voces y espectáculos que se salgan de lo convencional.

Como autor, no puedo sentirme más afortunado, sobre todo porque -en el mismo mes- van a coincidir -en las librerías y en los escenarios- dos de mis trabajos sobre el mundo de la pareja. Sobre sus ambigüedades y sus secretos. Sobre cómo somos mucho más complejos de lo que creemos ser… De un lado, el mundo de Leo y Gaby en Las vidas que inventamos (Espasa). De otro, el mundo de César y Eloy en Cuando fuimos dos.

Dos propuestas en las que no sé si soy más voyeur que exhibicionista. O viceversa.

 

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