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ÁNGEL OLGOSO, SOBRE LAS FRUTAS DE LA LUNA

Desde que la editorial Páginas de Espuma publicara en 2009 La máquina de languidecer, Ángel Olgoso ha permanecido en un prudente silencio que le ha permitido ir conformando su nuevo libro, Las frutas de la luna (Menoscuarto). Olgoso trabaja cada uno de los cuentos con una meticulosidad propia de otro tiempo, cuando la  reflexión aún era habitual en la literatura.

Las frutas de la luna, es un libro que demuestra una gran capacidad de silencio y ya se sabe que, tanto para la música como para la literatura, estos son absolutamente imprescindibles.

Carmen Moreno: ¿Sabes que en la luna no hay vida?

Ángel Olgoso: Puede que así sea pero seguro que, a pesar de este pequeño inconveniente, hay ahora mismo más sentido común en nuestro satélite que aquí en la Tierra. Hablando ya en serio, con este libro deseaba que al lector le invadiera ese vértigo, esa misteriosa melancolía, esa sombra de fatalidad que solemos sentir al estar en presencia de un eclipse. Si el lector nota un escalofrío de inquietud o de belleza, si piensa durante un solo instante que su mundo se tambalea, que su razón se perturba, mi trabajo no habrá sido en vano. Alguien dijo que lo fantástico es la realidad vista por dentro. Mi forma de luchar contra la tiranía de lo real consiste en intentar alcanzar lo que está más allá de nuestras limitaciones, mediante ensueños y especulaciones que dejen al descubierto lo que no es obvio, lo que se oculta bajo la fina película de la realidad. Poner a prueba, en definitiva, la percepción de lo familiar. Si consideramos acertada la definición que dio Walter Pater del Romanticismo (“la suma de la extrañeza y la belleza”), entonces soy un romántico, un ensoñador. Y en Las frutas de la luna he intentado dar forma a ese “dolor cósmico” del Romanticismo, contemplar el planeta -en palabras de Chateaubriand- como un insecto microscópico inadvertido en el pliegue del manto del cielo.

 

C.M.: Sin embargo todos miramos a la luna como nuestro futuro vital más cercano, ¿por qué crees que pasa?

A.O.: Supongo que salir de nosotros mismos y de nuestro planeta nos relativiza y, al mismo tiempo, acentúa el significado de nuestras vidas. Como dijo Carl Sagan, vivimos en una moto de polvo suspendida en un rayo de sol en el vacío del espacio ¿Se puede pensar en algo más fantástico? Quizá yo mismo escribo textos alejados de una representación fiel de la célebre vida corriente de todos los días porque sospecho que la realidad, aunque inevitable, siempre está más allá de nosotros, como lo está un cosmos lleno de maravillas colosales y sobrecogedoras. El astrónomo Fred Hoyle comparaba nuestra percepción del Universo con la que podría tener del mar un escarabajo dentro de una patata metida en la bodega de un barco. Y es, precisamente, la perspectiva totalizadora de muchos de los textos de este libro su principal marca diferencial. Por cierto, tras acabarlo supe que, mientras escribía Las frutas de la luna, se habían rodado también Melancolía de Lars von Trier y El árbol de la vida de Terrence Malick, como si participáramos de una misma perspectiva cósmica, de un momento cuasi apocalíptico,  de cambio de ciclo, de replanteamiento, de viaje al origen o al destino de nuestra especie. Y no somos los únicos que han abandonado en sus obras la vista de gusano, a ras de tierra: acaba de aparecer, por poner unos pocos ejemplos,  Átomos y galaxias, el último poemario de Miguel D’Ors, y el ambicioso proyecto fotográfico de Sebastiao Salgado, Génesis.

C.M.: ¿Cuáles son las frutas de un desierto frío, al que todos miramos con esperanza?

A.O.: De hecho el título -que me ha permitido confraternizar con Fellini, con los locos, con los lobos y con todos los que sienten una irresistible atracción por la luna, la de todas las noches y la soñada- alude a la posibilidad de contemplar los relatos del libro como frutos de formas y sabores extraños, a ese aire entre vívido y ensoñado de sus atmósferas, al  deseo de hacer eclosionar la inquietud en la mente del lector. La misma extrañeza que sentiríamos ante la visión imposible de una fruta lunar, con su pátina plateada, sobrenatural, de ensueño, como un ascua fría de otro mundo. La misma extrañeza con que vemos la Tierra desde nuestro satélite, una canica azul y blanca, una tenue lucecita del tamaño de una punta de alfiler sobre la que nos apiñamos todos mientras cargamos a la espalda con la pluralidad de nuestra historia particular y la de la especie.

Carlos Edmundo de Ory escribió: sólo lo extraño me es familiar. Lo suscribo por completo. Los que nos sentimos fatalmente atraídos por lo extraño, nos encaminamos hacia él huyendo de nuestro ámbito, y no tenemos miedo de la oscuridad, del silencio, de la soledad o de los sueños de esa tierra desconocida; al contrario, para nosotros son lo más deseable, el gozo de los gozos. Según el físico británico Arthur Eddington, la vida puede ser no sólo más extraña de lo que imaginamos, sino también más extraña de que podemos imaginar. Lo extraño es una categoría estética que modifica nuestra percepción de la realidad, es decir, la relación entre lo real y lo improbable. Digo extraño y no fantástico porque, con este conjunto de relatos, no me he zambullido únicamente en las aguas de lo fantástico sino que he continuado explorando el territorio de mis obsesiones también en sus orillas, en los contornos que lo delimitan, en su vecindad con las áreas de la locura, del anhelo artístico de lo absoluto, de la paranoia provocada por el poder o por la suplantación de la personalidad.

Tengo que aclarar que aunque aunque el título puede sugerir una idea de evasión de la realidad, de refugio contra la tormenta -si lo asociamos por ejemplo al terrible y obsceno momento que estamos viviendo- no es así: en este caso se trata de un asunto de enfoque; hay en este libro relatos que son una visión de conjunto de la especie (Contraviaje, La torre de Hunan, Materia oscura, Dibujé un pez de polvo, Los túmulos, Aramundos o La pequeña y arrogante oligarquía de los vivos), otros que aplican a los seres humanos una lente de aumento (El síndrome de Lugrís, Suero, Designaciones o Dybbuk), y otros que podríamos llamar bifocales, donde se alternan las dos perspectivas a la hora de acercarse a las sombras de la condición humana (Perlas de Indra, El confeti de nuestras cenizas, Águila de sangre o Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde).

C.M.: En tus cuentos, la desesperanza prima sobre cualquier otro sentimiento, ¿nos quedan fuerzas para cambiar esto?

A.O.: Me temo que al pesimismo natural de mi carácter (que acentúa el paso del tiempo y la perenne ferocidad o codicia de algunos individuos) se une mi gusto por lo sombrío, por esa corriente que Mario Praz definió como “romanticismo negro” en su obra La carne, la muerte, el diablo, y que abarca lo bello y lo siniestro, Blake, los simbolistas, Villa Diodati, las series negras de Goya, Poe, los decadentistas, Kubin, los sueños y las tinieblas, etc. Opción estética que me hermana con el maravilloso ilustrador argentino -y querido amigo- Santiago Caruso.

Es cierto, la desesperanza, la melancolía, están presentes en mis cuentos, pero por desgracia también en la época que estamos viviendo: el mundo es amargo, la vida muerde, sufrimos adversidades, todo lucha contra todo hasta destruirse, algunos semejantes se alimentan de nuestros destinos, parece que a diario nos despedimos de la esperanza; sin embargo, creo que pese a todo podemos encontrar un asidero salvador en el pequeño fuego de la creación, en la luz consoladora de la belleza, del arte, de la cultura, de la compasión, de la fraternidad. Que podemos elevarnos sobre los pequeños infiernos que acarrean la avaricia y la ruindad. Con Las frutas de la luna -y de forma mucho más directa en el siguiente libro, Breviario negro, aún inédito- sigo poniendo mi humilde granito de arena, tratando de crear belleza, de buscar un mundo propio, otros ángulos de visión, relatos que perduren, una imagen más potente que las palabras que lo componen, tratando en definitiva de metamorfosear la oruga fea, caótica y doliente de la realidad en una estilizada mariposa. En un momento en que los poderes político y económico pervierten a diario las palabras, robándoles su sentido, es responsabilidad del escritor devolverle su delicadeza, su hermosura, su autenticidad, su carga imaginativa, su fulgor genuino, su capacidad de inaugurar mundos, de convocar realidades, de crear emociones.

C.M.: He notado en tus historias un deseo no de crear un mundo diferente, sino de denunciar este en el que vivimos, ¿Dios, pensemos que existe sea cual sea su forma o credo, se ha convertido en un mero espectador a la espera de que terminemos con lo que él empezó?

A.O.: En Las frutas de la luna hay un aura más fatalista, casi de revelación bíblica, más universal, donde el dolor, las derrotas o las atrocidades de la vida nos alcanzan como especie. Pero aún subyace el deseo de lograr que lo inverosímil resulte verosímil, de grabar imágenes vívidas en el lector, de potenciar el misterio de la realidad a la hora de reinterpretarla. El lector encontrará veinte historias que se bastan a sí mismas y tienen sus propias leyes; temas recurrentes de mis anteriores libros (las visiones inquietantes, el vértigo, el asombro, las cosmogonías, las relecturas de la tradición cultural, los contratiempos que alteran la línea temporal o espacial) pero hallará además la ternura, el desencanto, la redención, las segundas oportunidades y otras experiencias inherentes a todos los destinos humanos. Me ha interesado más la sensación de extrañeza provocada por su lectura que la propia naturaleza, extraña o no, de los hechos narrados. Privilegiar el efecto logrado en la mente del lector. Es cierto que en algunos casos se narran acontecimientos excepcionales o, también, acontecimientos comunes contados de forma poco común, pero no es el asombro por el asombro; lo interesante de los libros, como apunta Javier Marías, son las posibilidades e ideas que nos inoculan a través de sus historias imaginarias.

En cuanto a la denuncia que señalas, muchos lectores han visto reflejados en los relatos del libro conflictos reconocibles de este presente atroz, a sí mismos como personajes a merced de tormentas imprevistas, a esa sombra de fatalidad que enrarece nuestras existencias. Por ejemplo, ven en Contraviaje una clara metáfora del desmantelamiento del mundo al que estamos asistiendo atónitos. Y, en Materia oscura, una sátira de las corporaciones que manejan a placer nuestros insignificantes hilos. Supongo que ese demiurgo que protagoniza Dibujé un pez de polvo convendría en que estamos viviendo una época de recrudecimiento de la vileza humana por parte de una minoría codiciosa, insaciable, que siempre ha estado ahí, pero que ya ni se molesta en ocultar su condición criminal, revolviéndose incluso contra los que afean su conducta cruel y despreciable. Imagino que ese demiurgo tendría la impresión de que estamos todavía en un estadio primitivo de la historia humana. Puede incluso que suscribiera la frase de Edward Abbey: ”Siempre hay que estar preparado para defender a tu país contra su propio gobierno”.

C.M.: Quiero salvar a la niña de Perlas de Indra, quiero que no sufra todo lo que cuentas, ¿no pensaste en perdonarle la vida?

A.O.: De hecho, una de las posibles interpretaciones del final ambiguo de este relato es la salvación de la niña. Comprendo perfectamente tu deseo, pues se trata de un relato aterrador. No hace mucho lo leí en un club de lectura que dirigía Valeria Tittarelli, y fue una experiencia desgarradora para los oyentes e incluso para mí mismo: no calibré los sentimientos que podía remover, las sensaciones que podía despertar, y llegué a pensar que tal vez algunos temas sólo permitan una lectura interior y silenciosa, o que quizá algunas historias no deban contarse.  En cualquier caso, cuando lo escribí, pensaba que el bálsamo del lenguaje me permitiría llevar protegido al lector hasta ese lugar. Porque el lenguaje de Perlas de Indra, como el de los demás relatos del libro, está empapado de poesía, es una prosa precisa, densa y exuberante a veces, trabajada a conciencia siempre, cercana al desconsuelo metafísico, a la intensidad elegíaca, una prosa que -según la idea de Sartre- se sirve de las palabras pero también sirve a las palabras. Son por tanto páginas que hay que leer despacio, saboreando cada palabra, como movimientos de un péndulo que busca hipnotizar. Especialmente en este libro, quería conseguir una exquisita conciliación de las asperezas de la realidad con la idealidad del arte (nunca olvido que ha de haber algún vínculo entre las palabras y el mundo). Creo que la mirada imaginativa de mis relatos -que no fantasiosa- también es una forma de conocimiento eficaz para desenmascarar las obscenidades de lo real, para contar las cosas que nos conciernen a todos. E intento hacerlo desde el rigor estilístico, con un lenguaje rico y elaborado que convierta en sustancia estética los misterios de la existencia, del amor, del dolor, de la locura, del paso del tiempo.

C.M.: De pronto, leyéndote, pensé en Borges y en el Popol Vuh, ¿cómo consigues reunir la disección británica que caracterizó a Borges y lo ancestral del maya?

A.O.: Quizá esa impresión sea el resultado del aspecto que, como te señalaba antes, singulariza Las frutas de la luna: el afán totalizador de bastantes de sus relatos, escritos desde una perspectiva que pretende a veces abarcarlo todo, yendo de lo particular a lo planetario o incluso a lo cósmico, como esas ilustraciones de Escher que reflejan todo un mundo en una esfera. La cosmogonía, de la que se dice que es el más antiguo de los géneros literarios, quizá se convierta aquí -si me permites el fácil juego de palabras- en cosmoagonías, en proyecciones ontológicas, en cuentos en los que se intenta recoger el ovillo de un universo lanzado al abismo.

O tal vez se deba a la variedad de registros del libro (cartas, sueños, diarios, diálogos, memorias, etc.), a lo heterogéneo de los marcos geográficos y temporales (unas narraciones transcurren en espacios cerrados y otros en lugares inconmensurables hasta el vértigo), a la diversidad de referencias (un viaje a la tramoya del Universo, macabros rituales vikingos, objetos que atraviesan los siglos, cuadros imposibles, un afilador capaz de detener el tiempo, la orilla donde convergen los vivos y los muertos, reliquias sacrílegas, un apagón cósmico, bestiarios fantásticos, un peine japonés, la pesadilla de la repetición del molde humano, monstruos creados por la timidez, dioses en un desván, la brillante red de los actos justos).

A pesar de dicha pluralidad, albergo la esperanza de haber logrado transmitir con estos relatos algunas de las pocas experiencias fundamentales o dicho algo sobre la condición humana. Como se pregunta Thoreau en Walden, ¿podría ocurrirnos un milagro mayor que mirar por un instante a través de los ojos ajenos?

C.M.: Han sido muchos años de silencio entre Los líquenes del sueño que publicó Tropo hasta estas frutas, ¿los cuentos requieren más meditación que cualquier otra obra literaria?

A.O.: Son muchos más años en realidad, puesto que Los líquenes del sueño es una reedición de los relatos que escribí entre 1980 y 1995. Astrolabio fue, en sentido estricto, el último libro escrito -allá entre 2002 y 2003- aunque La máquina de languidecer fue el último que se publicó, en 2009. Entretanto, con textos anteriores, se ha editado un bestiario artesanal en edición limitada (Cuando fui jaguar), un ebook multimedia con traducción de Paolo Remorini (Racconti abissali) y está a punto de salir un librito ilustrado (Almanaque de asombros).

Todos mis libros requieren una labor ardua ya que están escritos en clave de orfebre: intento amoldar cada palabra minuciosamente, trabajar con tesón cada frase hasta que traslade alguna felicidad al lector, engastar experiencias comunes o insólitas con precisión y belleza, plegarme por entero a las necesidades de la narración, hallar la forma adecuada para contar aquello que quiero contar. Las frutas de la luna, en particular, es fruto de una parsimoniosa fermentación de tres años en la barrica. Y uno de sus relatos, El síndrome de Lugrís, me consumió ocho meses de escritura y por tanto de vida. Este relato -con el que creo humildemente haber descrito un síndrome nuevo o, al menos, haberle puesto nombre a algo que no lo tenía- tal vez redima a los demás del conjunto.

No obstante, la forma en que trabajo mis historias siempre ha estado condicionada, a partes iguales, por mi perfeccionismo y por la lentitud que causa mi torpeza. No resulta fácil lograr que un cuento inquiete o conmueva, que acompañe al lector mucho después de su lectura, que perdure. Los relatos son mi punto de partida y mi meta (llevo treinta y cinco años entregado a ellos con absoluta devoción), y yo soy de los que piensan que los frutos del arte y de la imaginación deben madurar en la penumbra del silencio, la calma y la soledad; que toda energía debe concentrarse en buscar la excelencia literaria, en armonizar fondo y forma; que escribir es, como la ciencia, una determinada forma de contemplar el mundo, un modo de cambiar la percepción de la realidad, un ejercicio de reconstruir o amplificar la vida. Azorín decía que el estilo es una consecuencia ineludible de la vida. Mi trabajo es crear el mejor arte que pueda, aunque me lleve mucho tiempo conseguirlo.

C.M.: Estás considerado uno de los mejores cuentistas de nuestro país, ¿en qué estado de salud se encuentra el género?

A.O.: Te agradezco enormemente tu generosa apreciación, aunque yo me sigo sintiendo imperceptible, al menos para los grandes críticos y los suplementos nacionales. Como decía Bernard Shaw, florecí antes de los veinte años, pero casi nadie aspiró mi aroma hasta después de los cuarenta: me costó veinte años -hasta 1999- publicar en ediciones que pudieran verse en el escaparate de una librería, y otros diez más -hasta 2009- publicar en una editorial de alcance nacional. Pero me enorgullece haber ido ganando lectores entusiastas a pulso, poco a poco, uno a uno casi literalmente. Ahora hay incluso traducciones en marcha al rumano, al griego y al japonés.

En cuanto al estado del género breve, recuerdo que en otra entrevista de hace dos décadas dije lo siguiente: “Me da la impresión de que comienzan a condensarse algunas sombras: la saturación, su engañosa facilidad de composición, el hecho de que lo confundan con un cajón de sastre, esos autores consagrados que lo venden como retales. No se trata de una actitud elitista, únicamente me gustaría que no se llegara antes a la banalización que a la normalización. Haría falta una consistente red de revistas especializadas -y pagadoras- y, por supuesto, un cambio muy considerable en la percepción que tienen de la narrativa breve los editores y los lectores”. Sólo me queda insistir en que el cuento continúa siendo un género incomprensiblemente menospreciado (puede que sea el precio a pagar para mantener su condición de delicatessen, de lugar ideal para la exigencia, la transgresión, la experimentación, ajeno a los circuitos comerciales). Añadir, tal vez, que Internet y las redes sociales parecen estar incubando tantos lectores como autores y multiplicando las piezas hasta el infinito. Concluir con la sensación vehemente de que el relato se mantiene invisible para los críticos más afamados, quienes no pueden otear más que las novelas, esa vianda única (piltrafas en ocasiones) que los grandes grupos editoriales les dejan justo bajo los ojos.

C.M.: Después de leerte, de nuevo, me queda una duda y una punzada en el estómago, ¿de verdad los seres humanos somos tan patéticamente idénticos como cuentas en el soberbio El síndrome de Lugrís? ¿Debemos acabar con lo que somos para renacer o terminaremos como Manuel Lugrís en un psiquiátrico sin poder reconocernos?

A.O.: El personaje de este relato siente, en mitad de una calle atestada, un momento epifánico pero terrible (la regularidad de todos los rostros humanos, la pesadilla de la repetición de los rasgos físicos de la especie) que acaba llevándolo a la locura. Pienso que vivimos en la conciencia de un único yo, que cada uno de nosotros se cree el centro del mundo -algo lógico, producto de la tiranía de nuestra conciencia individual y de las vivísimas sensaciones físicas proporcionadas por nuestro cuerpo-, cuando no somos más que la microscópica parte de un cardumen, de un enjambre, cuando no somos más que integrantes anónimos de las infinitas arenas de una playa. Me gusta pensar en El síndrome de Lugrís, y en los demás relatos de Las frutas de la luna, como ventanitas desde las que asomarse a las simas de la condición humana, desde las que  preguntarse quiénes somos y cuál es nuestro lugar en el universo. Las experiencias, los sueños, destilados por medio de la alquimia de las palabras, permiten singladuras únicas a cada lector, viajes siderales al fondo de cada uno donde descubrir que no somos más que polvo de estrellas.

Sería muy deseable ese renacer que señalas. Aramundos, el afilador del cuento del mismo título, se esfuerza inútilmente cada primavera en detener el tiempo con el sonido de su flautín, siente la misma lástima cada año porque sabe que los hombres, “firmes en el asidero de sus hábitos, nunca han dado indicación cierta de cambio”. A pesar de todo, él persevera en su faena, tratando de darnos otra oportunidad: “Su presencia y el silbo graneado de su flauta anuncian una ocasión renovada, pero es arduo para la civilización regresar al comienzo, cuando el mundo era nuevo y los hombres, benévolos, vivían en la inocencia y la hospitalidad. Y él sueña igualmente con ese día. Aunque, resignado, Aramundos sabe también que ellos pueden volverse luz y siempre quieren quedarse sombra”.

 

 

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