B. González Harbour: Goya en el país de los garrotazos


Los hijos de Goya

 

Más allá de aniversarios, cualquier momento es bueno para hablar de un genio. Ciertos hechos y concursos convocan su presencia, en el caso de Goya(1746-1828) plasmada en sus obras. A partir de ellas, y junto con los datos de vida de los que disponemos, Berna González Harbour emprende un viaje hacia un misterio: «la distancia evaporada» entre la mirada de quien ella considera padre de la modernidad (y espejo de nuestro tiempo) y la realidad de su época. Captar esa fusión, ese aire común que los unió y respiraron —y que contendría el germen de la vigencia de Goya— es el reto.

 

La fascinación —el abismo— que encierran las Pinturas negras, realizadas entre 1820 y 1823, cuando Goya sobrepasa los setenta, llenan a la autora de preguntas sobre el pintor. Quién fue ese genio, de qué cabeza salieron esas obras, cuáles fueron las circunstancias que las rodearon.

 

La Quinta del Sordo (llamada así por el anterior dueño y no por la sordera de Goya), fue su última morada en Madrid antes de partir al exilio en Burdeos. Ubicada en la actual calle Saavedra Fajardo, sus paredes albergaron los catorce óleos pintados al secco cuyo revolucionario valor ahora apreciamos.

 

A punto estuvieron estas Pinturas negras, sin embargo, de perderse para siempre. Quedaron a expensas de la desidia y los ruinosos negocios de Pío Mariano de Goya, el nietísimo heredero. Las salvó cincuenta años más tarde Frédéric Émile d’Erlanger, futuro propietario de la finca y coleccionista de arte. Hoy, por suerte, las admiramos trasladadas a lienzo en el Museo del Prado.

 

En tono periodístico —didáctico casi—, de cronista honesta, González Harbour nos guía a través de pertinentes saltos en el tiempo. Desde Fuendetodos, lugar de nacimiento (con su peculiar y noble historia) del pintor, hasta el traslado final de sus huesos a la ermita de San Antonio de La Florida. La autora adapta su lente para desgranar hechos y figuras en honor a la verdad histórica, cuestionando especulaciones previas. El supuesto carácter de Goya es actualizado, por ejemplo.

 

«Su obra iba a reflejar la suerte que corría España con una lealtad debida, por encima de todo, al sentido de la creación». La independencia de criterio y el deseo de seguir avanzando impregnan la producción artística de Goya. A lo largo de su larga vida, recoge tanto la esperanza ilustrada como las oscuridades en las que el país se sumió a continuación.

 

Empuje, libertad y determinación junto a una visión nítida de la realidad. Llegan la enfermedad y su sordera, pero él sigue evolucionando. A las puertas del siglo XIX, con los Caprichos, inicia el camino hacia «su liberación última».

 

Los tremendos cambios políticos y sociales en la España del primer cuarto de siglo quedan plasmados en grabados y lienzos. Llegan la guerra y sus desastres. Vuelven el hambre, el poder del clero y la miseria. Las libertades se repliegan y el sueño de la razón produce monstruos. Goya denuncia lo que observa. Punzan los paralelismos que podemos trazar con momentos futuros del mismo país. El Duelo a garrotazos. Todavía visible, todavía vigente. Un duelo que, por su naturaleza, no puede sino ser contra uno mismo.

 

De camino a San Antonio de la Florida

«A este país de los garrotazos dijo Goya adiós después de plasmarlo en la intimidad de sus paredes».

 

De España me llama la atención la dureza con la que se ve a sí misma. Un mirar descarnado, nunca compasivo, ausente en otros países. Leer prensa española es terminar con el corazón hundido en el cieno. Un contraste absoluto con lo que, con los pies en tierra, se vive y experimenta.

 

Con setenta y ocho años, Goya llega a Burdeos. «Aún aprendo» fue uno de sus últimos dibujos. «Aún pinto», decía Renoir (en francés) con las manos deformadas por la artrosis.

 

La casa donde muere Goya es sede actual del Instituto Cervantes. Sus restos, enterrados en Francia junto a su consuegro Martín de Goicoechea, se trasladan en 1900 al cementerio de San Isidro de Madrid. Al exhumarlos, el esqueleto de Goya aparece sin cabeza. Desde 1919 los dos parientes yacen en San Antonio de la Florida. Al parecer, juntos en una sola caja. «Durante el último traslado, se cayeron los huesos de ambos y se mezclaron. Dieron por imposible diferenciarlos», me explica la guía de la ermita.

 

Primera semana de enero. Entro al Prado. Quiero estudiar bien las Pinturas negras pero me desvío —como casi siempre— y termino frente a La Anunciación de Fra Angelico. Me digo que es el cuadro más luminoso del museo. Que Goya también pintó la luz. Que hay esperanza.

 

En mi interior escucho Goyescas, de Granados. Mientras aquí estemos, todo es vida. Creo que su música aúna todo lo comentado.

 

Goya en el país de los garrotazos (Arpa, 2021) | Berna González Harbour | 216 páginas | 18,90 euros.

 

* Este texto se publicará en Estado Crítico.

 

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