TEATRO FANTASMA: Ismael Orcero Marín.



Prólogo a Teatro Fantasma,

por Javier Tortosa


Hay determinadas cosas que nos definen. Gestos, querencias, manías. Costumbres que arraigamos, patrones que repetimos, amuletos que veneramos. No están en nuestra vida por casualidad. Ni por capricho. Forman parte de ella. Son reflejo de nuestra forma de comprenderla.

Conocí a Ismael en la presentación de su Fin del Mundo. Sentado (¿recostado?) en una butaca, saboreando el momento, poniendo mimo en cada una de las dedicatorias. Con una pluma estilográfica. Sí, con una pluma estilográfica. En esta época de mensajes instantáneos, de pictografías codificadas, Ismael continúa rascando el papel, confiando en la tinta, tratando de no emborronar renglones. ¿Entienden lo que les digo?

A Ismael le gustan los detalles, percibe que encierran la esencia de lo importante. Los cuida. Se fija en ellos. Lee entre sus líneas. Ve más allá que todos nosotros. Y deja constancia.

Ismael Orcero es un cuentista. Con todas las letras. Sin quitar un ápice. En el buen sentido. Capaz de aparcarnos cualquier urgencia, de hacer olvidar que el mundo afuera estalla en mil pedazos. Ismael es un gran contador de historias. Fantásticas, inventadas, imposibles. Y también reales. Ismael es un niño grande. Un tipo sin complejos que transmite lo que irrumpe por sus ojos, coincida o no con la versión de los mortales. Un coche, un gnomo, un silencio que desgarra, una pócima envenenada, un robot de tres cabezas, una vida que se ahoga. Sin artificios, sin giros rebuscados, de manera sencilla. Palabras justas, precisas, certeras, en su lugar exacto. Y, ante esto, los demás callamos. Y leemos. Y no hacemos preguntas estúpidas. Y nos trae al pairo si es verídico o sólo un producto de su imaginación.

Teatro Fantasma se nos presenta como un libro basado en hechos reales. Un diario a mitad de camino entre el barro y la entelequia. Nunca sabremos en qué proporción. Ni falta que nos hace. En literatura, como en cualquier tipo de arte, lo sustancial no debería ser el argumento, sino los efectos provocados. La capacidad del escritor para ofrecer sus textos de tal manera que seamos nosotros quienes cerremos la historia. Hacernos jugar el papel de narradores. Un acto de renuncia, de generosidad. Algo que Ismael consigue con maestría. Por eso, Teatro Fantasma no es una simple colección de relatos. Es bastante más. Es un alto en el camino. Un remiendo en las costuras. Una bocanada de aire. Nostalgia y ternura, miedo y desesperanza, tristeza y desconcierto, ingenio e ironía, pérdida y liberación…

Teatro Fantasma somos nosotros. Es una vida adulta. Es un texto que se lee a la vez que se escribe. Es lo que hay. Nada más. Y nada menos.

Acabemos con esto, no hay tiempo ya para más cuestiones. Estimado lector, hágame caso. Siga la flecha, pase adentro. Deje atrás estas líneas intrascendentes. A un golpe de página le espera Tom Waits. Le espera Chet Baker.

¡Ah! Y Diana, claro. Siempre Diana.

*


En la década de los 80, en un pequeño piso en Cartagena se apagaban las luces del salón y, como en un teatro de sombras, se encendía un proyector de diapositivas. Sobre la pared desfilaban entonces imágenes de celebraciones, tardes de playa, cumpleaños y escenas del día a día de una familia de clase obrera. Sin embargo aquel proyector, años después, se guardó en un trastero y ahora sólo queda de ese montón de fotografías el recuerdo de una época que se desvanece con el tiempo, como una aparición espectral.

Personas que desaparecen para siempre junto al lugar en el que vivieron, la magia de la cocina, una boda sin apenas invitados, mirar las estrellas desde la azotea, miedos que se manifiestan en los sueños, una carta de amor, la muerte de un ser querido o la pérdida de un hijo. A través del recuerdo de escenas familiares, Ismael Orcero Marín invoca aquellos días para leer su propio presente.

Todo sucede en ese teatro de sombras. Todo tiene sitio en el Teatro Fantasma.


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