Una simple carta de amor, de Yann Moix

 

 

Aquí va uno de los libros más notables de la temporada. Publica Underwood, una editorial independiente que siempre apuesta por el riesgo y la calidad (Leonard Gardner, Gilbert Sorrentino, Tom Robbins, Rudolph Wurlitzer, Jean-Pierre Martinet, Antonio Valdecantos), y que, junta a otra de nuestras editoriales favoritas, Malas Tierras, ya ha coeditado dos pelotazos: los de Ann Quin y Ronald Sukenick.

Yann Moix, al que por aquí no conocíamos, al margen de sus frecuentes polémicas en Francia es un escritor mordaz, con un estilo muy trabajado, y una prosa en la que abundan las metáforas, las analogías, los juegos de palabras… Una simple carta de amor a mí me recuerda, no en el fondo pero sí en la forma, a esa maravilla titulada Mortal y rosa (de Francisco Umbral, por si queda alguien que no lo sepa): una misiva dirigida a alguien, en este caso una mujer, después de la ruptura final, en la que se conjugan el azote y la caricia, la sumisión y el castigo, el llanto y la furia… En unas 100 páginas de lenguaje asombroso, caben todos los tiempos y las etapas propias de una pareja: el encuentro, la seducción, el sexo, la monotonía, los celos, las broncas, las discordias temporales que nos hacen creer que vemos a esa mujer en cada esquina y en toda mujer de espaldas. Moix muestra el dolor y la desazón propios de cada historia de amor y de desamor: su asfixia, su felicidad pasajera y su calvario a ratos. Pero también se crucifica y la crucifica a ella. Dan ganas de subrayar el libro entero. Imagino que la traducción habrá sido un reto repleto de malabarismos (de la tarea se encarga, y muy bien, Sara Hernández Pozuelo). Unas muestras:  

Yo no creo en el amor póstumo, en esa gente que se sigue queriendo en el cielo; donde se sufren los tormentos es aquí. El amor póstumo se lega en la carne del hijo engendrado, ese que lleva los genes en otro tiempo enamorados, los gametos antaño enredados en un poco de sudor, de sol, de semen, de morado. El portador de las desilusiones y los suplicios de nuestro viacrucis, de nuestro rumor caduco, es él, el hijo; y su aparición conlleva, reclama, nuestra desaparición.

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Lo que nos corroe no es el infortunio, sino la felicidad, que nunca termina de llegar. Tememos que la felicidad se acabe cuando aún no ha comenzado. Lo que tortura no es la tortura, sino la inminencia perpetua y decepcionante de su interrupción.

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La promesa de estar con alguien siempre me ha hecho más feliz que su presencia real.

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La persona que rompe también es infeliz, y aún más doloroso su duelo, porque carga con la responsabilidad. Es un asesino que acude a las exequias de su víctima.

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Las personas a las que volvemos a ver mucho tiempo después de haberlas amado jamás coinciden con la imagen que su ausencia ha acabado imprimiendo en nuestra imaginación.

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Los años son una hiedra que trepa por las vísceras y apaga la mirada como se apaga una lámpara. Enseguida llegan los gusanos a hacernos cosquillas: nos adentramos en el tiempo. No el tiempo de las cerezas, no el tiempo de un vals, no el tiempo infinito que se nos concede en la adolescencia, sino ese que se encoge, el tiempo tacaño de las lindes de la muerte, el tiempo que no tiene tiempo, el tiempo que mira el reloj. El tiempo que gesticula.

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Los amantes tienen un orgullo natural por el cual creen erróneamente que se los olvidará menos que a los otros.

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Así como un amor que se acaba nos encierra en el pasado hasta colmarnos de melancolía, un amor que comienza nos proyecta hacia el futuro hasta colmarnos de esperanza. Salimos de algo que ya no existe y tal vez nunca haya existido para entrar en algo que aún no existe y tal vez no vaya a existir jamás.

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Soy incapaz de amar; el desconcierto de dar, de ofrecer, me paraliza. Estoy impedido. No puedo “avanzar”; el mañana es una masa gris de hormigón, nada más. Nadie que se me acerque podrá afirmar que el porvenir es una tierra virgen, rica y luminosa; sino más bien una aberración lívida, un campo devastado donde dormir para siempre. El presente es un perro que muerde; el futuro, un perro muerto.



[Underwood Editorial. Traducción de Sara Hernández Pozuelo]

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