MI CASA HUELE A MUERTO por PEDRO ANDREU



Hace ya siete años que mi padre
vive muerto en mi casa. Me sonríe sin dientes
cuando pongo la tele, me cambia de canal por fastidiarme.
Me la apaga. Se queja si cocino y no le sirvo plato,
aunque los dos sepamos que los muertos no comen.
Hace ya siete años que me fuma en el baño.
Sus cigarrillos negros apestan el pasillo,
el ascensor, armarios. A pesar de mis súplicas,
mis quejas. ¡Ni en paz cagar se deja en esta casa
a los muertos, pues vaya educación!, me echa en cara.
Hace ya siete años que duerme en el salón.
Mi padre muerto. Sus ronquidos me pueden
y salgo al comedor y grito basta. Él se ríe
y aflojo y terminamos hablando de la vida
hasta las tantas y él me dice esas cosas que dice:
mira, hijo mío, me vivo de la risa
con tus preocupaciones. O si no: mira, hijo,
la muerte no es tampoco para tanto,
mejor tomarla a broma que demasiado en serio.
A veces me lo encuentro en la nevera
echándose la siesta entre yogures.
Es que es verano, dice. Y ya no aguanto más
y exijo que se largue. Pero jamás me escucha,
se pone con sus cosas tan de muerto, se hace el zombi
por sacarme de quicio. Sabe que no me gusta.
Le digo que mamá se enfadaría, que
esto no es muy normal, que debería estar
en una urna negra en casa de su esposa,
como los otros padres que se han muerto.
Pero no me hace caso. Él siempre va a la suya.
Hace ya siete años que revuelve mis cosas,
me esconde los apuntes de Barroco, usa mi ropa,
me vuelve del revés los calcetines, los despareja.
Y si le digo algo, sale por la tangente:
me echa en cara que no lo saco a pasear como antes,
que me entretengo al salir del trabajo,
que no lo llevo al bar cuando juega su Atleti,
que lo echo del cuarto cuando me traigo amigas.
Un par de veces lo he puesto de patitas en la calle.
Pero es testarudo. Se queda tras la puerta,
toca al timbre con esa eterna persistencia de los muertos.
Yo trato de no abrirle, le grito que estoy harto,
que se marche, que se largue de viaje, que me olvide.
Pero no me hace caso. Él nunca me hace caso.
Como un perro se sienta y aúlla hasta que vence
y le ruego que pase. Pero esta vez se fue
como no se fue otras. Discutimos más fuerte.
Le dije que esto y que lo otro, que a veces
fue un mal padre, que faltaron quizás
más tardes junto a mí cuando era un crío,
que si esto y si lo otro y lo de más allá
y no sé qué le dije de cuando era niño
y nos llevó a una playa y nos gastó la broma
de dejarnos allí y largarse en su coche
y hubo que volver caminando hasta casa.
Se ve que le dolió. Que le dolió de veras
como a veces les duelen las cosas a los muertos.
Agachó las orejas, el rabo entre las piernas,
arrojó al cielo raso un puñado de moscas
de su boca. Se me marchó en silencio
escaleras abajo. No esperó el ascensor.
Siete años de tapas levantadas, de mordernos
como se muerden padre e hijo, vivo y muerto,
mañana tras mañana. Y ya van dos semanas
sin que apague mi tele ni cambie de canal por fastidiarme.
Dos semanas sin nadie escondiéndome llaves.
Y ahora echo de menos a los pies de mi cama
sus pellizcos fantasma. Sus ronquidos de noche.
Y me digo que no, que no tenía derecho,
que él era mi muerto y yo su vivo,
que eso es importante. Que le he fallado igual
que me falló él a mí, aquel verano
que me dejó olvidado en una playa.
Hasta he pensado en llamar a mis pobres hermanas,
por si se fue con ellas; preguntar a mi madre,
empapelar el barrio con carteles:
se busca padre muerto. Y me da por llorar
como lloran los vivos cuando pienso en las calles,
que es invierno, que se fue sin chaqueta, que la muerte es helada,
que no tiene dinero para comprar tabaco,
que qué será de él sin mí, que soy su vivo.
Y he llegado a pensar si no será el Gobierno.
Igual han recortado: como recortan sueldos, derechos,
sanidades, educación, cultura, amores… Será eso:
al Gobierno le ha dado por recortar en muertos.
Pero eso sí que no. Eso no. Por ahí no pasamos.
Mañana al levantarme empiezo una. Papá se la merece.
Haré revolución, desmontaré el Estado. Vendrán conmigo
muchos. No estoy solo. Todos tenemos muertos.
No saben lo que han hecho. Que nos tengan cuidado.
Mañana por la tarde triunfará la insurgencia
y luego volveré a casa con mi padre del brazo
a discutir de nuevo, a levantar la tapa él
y yo a bajarla, a robarnos el mando de la tele
el uno al otro, a hablar hasta las tantas,
a emborracharnos y celebrar por fin
que él es mi muerto y yo su vivo, qué carajo,
y que ningún gobierno, ningún mundo asqueroso,
podrá echarnos por tierra siete años.

Pedro Andreu

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