La noche del cazador, de Davis Grubb



Ben calla. El Predicador se levanta y durante un rato contempla absorto la ventana de la celda con sus largas y flacas manos cruzadas a la espalda. Ben mira esas manos y se estremece. ¿Qué clase de hombre llevaría semejante tatuaje en los dedos?, piensa. En los dedos de su mano derecha, con letras azules bajo la piel gris, de aspecto ominoso, lleva tatuada la palabra A-M-O-R. Y lo mismo ocurre con los dedos de la mano izquierda, sólo que las letras forman la palabra O-D-I-O. ¿Qué clase de hombre?, ¿qué clase de predicador?, piensa Ben, desconcertado, y recuerda la hoja presta a saltar de la navaja de muelles que el Predicador oculta en la sucia manta de su cama. Pero el Predicador nunca utilizaría esa navaja contra Ben, porque quiere algo de él. Ansía saber qué ha sido de aquel dinero, y no se puede utilizar una navaja para conseguir algo así, especialmente con un tipo fornido como Ben. El Predicador da media vuelta y se acerca a la litera de Ben.

**

John no se movió; ni siquiera cuando la punta de la navaja le pinchó debajo de la oreja y la otra mano del Predicador rodeó su nuca.
¡El Señor me habla con toda claridad, John! ¿No puedes oírle?
No.
¡Pues yo sí! Está diciendo: ¡La mentira es una abominación ante mis ojos! ¡Pero el Señor es un Dios misericordioso, muchacho! Está diciendo: Dale otra oportunidad al hermano Ananías. Así que habla, muchacho. ¡Habla! ¿Dónde está escondido el dinero? ¡Habla antes de que te corte el cuello y deje que te desangres como un puerco colgado en una carnicería!
Pearl comenzó a sollozar de miedo y el Predicador se concentró en ella, sonriendo.
Puedes salvarlo, pajarita. Puedes salvar a John si lo cuentas.
¡John! ¡John!
¡Pearl, cállate! ¡Lo juraste, Pearl!
¡Calla, hijo de puta, déjala hablar! ¿Dónde está escondido, Pearl? ¡Dónde!

**

Nos hemos dejado a papá, dijo Pearl.
Sí. Sí, Pearl, murmuró, demasiado cansado para dar explicaciones; de pronto, sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo, igual que si tuviera malaria o alguna pavorosa fiebre fluvial, al pensar en cómo se las había arreglado y en que nunca, en lo que le quedara de vida, podría estar seguro de haberse librado definitivamente del Predicador, que estaba de pie, metido hasta el muslo en las aguas someras bajo los sauces, a unos diez metros por encima de la hilera de chabolas flotantes, y profirió un sostenido y rítmico alarido casi animal, de ofensa y derrota. Y la gente de las chabolas flotantes dejó de dormir, de hacer el amor, de cantar viejas y melodiosas tonadas y se puso a escuchar, pues aquello era tan antiguo y misterioso como las cosas que yacían en el lecho del río, tan antiguo como el propio mal, un alarido vibrante, desigual, que les llegaba por encima del agua y cuyo ritmo ponía los pelos de punta.


[Anagrama. Traducción de Juan Antonio Molina Foix]

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