Ensayo sobre el jukebox, de Peter Handke




Pero ahora, en las ciudades españolas su olfato le estaba engañando siempre. Ni siquiera en los bares de los barrios miserables, detrás de montones de cascotes, al final de un callejón sin salida, con poca luz, un indicio que le hacía apresurarse hacia ellos, ya desde lejos, encontró él una huella, fría desde hacía tiempo, algo así como la silueta más clara del objeto que buscaba, en una pared manchada por el hollín. La música que allí sonaba –a veces él, desde fuera, separado del interior por los muros, se confundía– venía de radios, de casetes o, en los rincones más especiales, de tocadiscos.

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Lo peligroso al oír música, le había contado alguien una vez, es la ficción que en ello hay de que lo que todavía hay que hacer ya está hecho. El sonido del jukebox de aquella época inicial, en cambio, le hacía concentrarse, literalmente; despertaba o hacía oscilar en él únicamente sus imágenes de posibilidad y le fortalecía en ellas.
Los lugares en los que uno, como en ninguna otra parte, podía meditar, luego, en los años de universidad, se convirtieron en lugares a los que uno iba a refugiarse, comparables a los cines; sin embargo, mientras que él se escamoteaba metiéndose en éstos, a sus distintos cafés con jukebox entraba cada vez con mayor despreocupación, diciéndose a sí mismo, para tranquilizarse, que los lugares acreditados para concentrarse eran también los lugares adecuados para estudiar.

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Al final él creía haberse metido ya en todos los rincones de la ciudad (memorizaba esos “rincones”, como si fueran palabras). Quizás llegó a entrar en cien casas, porque, como pudo comprobar mientras iba callejeando concienzudamente, el número de bares de la pequeña ciudad de Soria superaba con mucho el centenar; eran bares apartados, en callejones transversales, a menudo sin rótulos que los anunciasen; como tantas cosas de las localidades españolas, no se apreciaban a primera vista y sólo los conocían los vecinos del lugar –como si estuviesen reservados para ellos.

[Alianza Editorial. Traducción de Eustaquio Barjau con la colaboración de Susana Yunquera]

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