Relatos del verano

Más allá del Castillo de Peñas Negras hay un pueblo que, como tantos otros, es todo plaza e iglesia. En plena Mancha los templos son un oasis frente a la canícula irreverente y seca del estío. Entré en sagrado con la tarde en decadencia y algo de alivio en la piel. Fuera había matices eclécticos que daban cuenta del paso del tiempo. Del románico al barroco sin solución de continuidad, como no es raro hallar en nuestro patrimonio.
Dos cosas me sorprendieron a medida que avanzaba por el crucero. La primera de ellas era el enorme espacio dedicado a un inexistente altar mayor. Una pared ciclópea, como inmenso era el espacio vacío del templo, quedaba atrapada en un blanco de puro yeso. Una pequeña figura de la virgen y de Jesucristo reposaban solitarias y sin consuelo tras el lugar destinado al cura. La ficción se me desató y pensé en reliquias perdidas, santos enterrados durante los días de la guerra civil e imposibles de encontrar después, quema de iglesias y milicianos encadenando retablos a sus camiones para arramplar con ellos, como quien estirpa ese mal que considera el opio del pueblo. Sin embargo, antes de preguntar o de buscar información en el móvil al respecto, me di cuenta de que un sonido molestísimo me mantenía inquieto, como cuando se secciona una fina capa de piel con un folio y no somos conscientes del tajo hasta que lo vemos. Eso sí, el malestar está ahí latiendo desde mucho antes.
Tres ancianas, una de ellas acompañada por una niña crecidita, morena y de tez oscura, único mimbre tierno de aquel cónclave, rezaban el rosario. La pequeña estaba arrodillada en el banco, justo al lado de la que supuse sería su abuela que, con un luto íntegro y atenuado en violeta, dibujaba una intensidad impropia en el rostro. Su actitud me recordó una frase que una señora me dijo mucho tiempo atrás durante una misa: «Arrodíllate tú por mí, que yo no puedo». Completar la penitencia o el acto de contrición en cuerpo ajeno, esa virtud espiritual de bien pocas beatas, es lo que parecía ocurrir allí también.
Estaban todos ligeramente arrumbados hacia la nave derecha, pero justo en primera fila, sobre la línea misma del transepto, un joven (o es me pareció) reclinado en el banco dirigía el rezo lanzando incomprensibles susurros sobre un micrófono dispuesto a su altura. La letanía ininteligible se entreveraba con ecos metálicos, resonancias y acoples varios. Había más zumbido que plegaria, pero el movimiento rítmico de las tres ancianas daba la sensación de un mantra benéfico, un estado de ánimo singular en el que el calor, la congoja y la soledad no existían. Era el nirvana del catolicismo, el sublime velo que sostiene aquello que se considera hermoso y preciado. Certeras, como un reloj de sol, se unían puntualmente y con voz lastimera a la plegaria, pero el acople acústico no cesaba.  En un momento dado, el tipo que parecía llevar un casco de la gran cantidad de pelo que tenía, abrió los ojos, como si presintiera que algo no marchaba del todo bien. Me llamaron la atención sus cejas pobladísimas, sus pupilas marrón miel y su actitud reconcentrada.
Los tonos metálicos se fueron haciendo con el grueso del sonido y dentro de la oración, como si fuera un repetitivo verso libre, el zumbido comenzó a tornarse puntos de pitido intermitente. Eran hipidos eléctricos cada vez más sincopados. No aumentaban el volumen, pero daban la sensación de algo iba a ocurrir. Y así fue. El hombre golpeó con cierto tacto el micrófono con su dedo índice. Parecía un acto rutinario, sometido a la fuerza de la costumbre, pero la respuesta no lo fue. Un calambrazo, como un pecado mortal, unido a una chispa azul verdosa, alcanzó la mano del hombre. Podía ser el latigazo de la cólera de Dios o un simple fallo eléctrico. El paisano salió despedido hacia un lado, más por temor que por la fuerza del rayo y se quedó de pie, mirando al instrumento, como si una magia antigua hubiera decidido castigarle arbitrariamente. Hasta entonces no descubrí la simpleza mayúscula de su rostro.
El aire se quedó prendado de la electrizante potencia del miedo. Tan solo la mujer de luto atenuado se acercó a socorrerlo. Allí la caridad cristiana, pensé, brillaba por su ausencia. Tras recolocar todo en su sitio y viendo mi cara de sorpresa, al volver a su banco la mujer me dijo: «Es una pena lo de los calambres, pasa mucho, pero es que Silverio reza muy bien.»

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