El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza



En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz. Aquel recortecito voluntario que durante tres décadas confirió a su testarudez un aire impostado de audacia se fue convirtiendo en símbolo de resistencia a las grandes transformaciones que estaba operando el ácido.

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Siempre hay cerca de las grandes clínicas algunos bares que sirven de límites entre el desinfectante y el hollín; fronteras en las que, a los horrores de la vida que nos han empujado hasta allí, oponemos los horrores que nosotros mismos hemos cultivado con empeño. Todo esto lo supe después.

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También me invadió la pregunta que nos asalta siempre cuando se suicida alguien que conocemos bien: hasta dónde y cómo fuimos cómplices. Me obligué a abandonar esa inquietud en seguida; intuí la amenaza del ejemplo, la idea sencilla y equilibradora de una corrección con otro balazo.

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Su cuerpo se convertía en un ritmo de vacíos y tensiones. Esta capacidad de transformación de la carne me sumió en el desconcierto. Traté de proyectar algo fructífero sobre lo que veía, pero mi tranquilidad solo llegó cuando acepté todo como incomprensible y regenerador, fuerza que renovaba el tiempo y la materia cada vez que Eligia volvía del quirófano.

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La transformación de la carne en roca tapó los colores brillantes. Comprendí que, para mí, había terminado la ilusión de las metáforas. El ataque de Arón convertía todo el cuerpo de Eligia en una sola negación, sobre la que no era fácil construir sentidos figurados. La fertilidad del caos la abandonó. Solo con el transcurso de los meses pude comprender esto en su acepción completa, y más adelante supe cómo la imposibilidad de ver metáforas en su carne se convertía para mí en imposibilidad de pensar metáforas para mis sentimientos.

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La condición de su nuevo cuerpo le vedaba todo goce, todo orgullo, la remitía sin escapatoria a un destino, a una intención absoluta: cambiar la situación en que se hallaba. Sin poder verse, sin poder tocarse, solo podía pensar en su cuerpo como terreno de reparaciones, es decir, como algo que no existe, sino que está preparándose para existir. Amuralló ese presente reducido a puro sufrimiento; tuvo la inteligencia de no poner ninguna connotación reflexiva o existencial al dolor. Para salir estaba obligada a apuntar en una dirección precisa y mantenerse en ella.

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Solo cuando nos dejaron tranquilos en el cuarto, pude observarla con detenimiento. Faltaba todo. Los injertos de urgencia no estaban más; los pesados párpados con queloides no estaban más, y las cuencas mostraban los ojos en blanco, hundidos y completamente inmóviles. Lo poco que antes quedaba de los labios y la mejilla más dañada, también había desaparecido. Se veían porciones de huesos del pómulo, de la mandíbula, los dientes y molares, con la lengua laxa que sobresalía un poco entre los huecos de la dentadura. El pelo estaba prisionero de una cofia. La contemplé varias horas, absorto.

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Arón había escrito este libro que tengo en mis manos mientras vivía conmigo, solos los dos. Trato de recordar esos tiempos. Nos hablábamos poco y tomábamos mucho. Yo despreciaba sus escritos, y me esforzaba por diferenciarme de él, pero había compartido voluntariamente la atmósfera insana de ese departamento, y quizá contribuido a ella. Ahora, la opción parece ser, para mí, o parricida de su memoria, o resentido por herencia, sin beneficio de inventario; o vulgar imitador en la copa y el balazo. No debo quedarme solamente en la negación de Arón. Tengo que dar vuelta esta historia.


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