Fuimos inmortales.



Escribo con la ventana abierta en un marzo anticipadamente caluroso. Aún así, los termómetros no suben lo suficiente para acabar con el temido virus. Me llega el rumor de una plaza cercana. Es la algarabía en sordina propia de niños jugando. Es la alegría invasora de la tarde del que sabe que se han cancelado todas sus clases. Ese debería ser el sonido de la esperanza, pero se intuye que antes o después será el camino del contagio. El nombre que todos dicen, pero que nadie quiere es Coronavirus Covid-19. Esto podría ser el arranque de una novela distópica, pero no, se trata de la realidad madrileña (y global) en los albores de la primavera de 2020.
La distopía está, definitivamente, de moda. David Trueba jugó hace poco esa baza en un acertado artículo que enlazaba pandemia y migraciones para obligarnos a reflexionar sobre lo aleatorio de los contextos. Y, en realidad, así es todo, tremendamente aleatorio. Hoy vivimos situaciones que hasta ahora pertenecían únicamente al imaginario más estrambótico, producto de las ficciones literarias, cinematográficas o televisivas. Las calles desiertas, el confinamiento domiciliario, el control de los desplazamientos o las infecciones sin control eran más propias de una estructura argumental de ficción de éxito que realidades tangibles, que se pueden sentir desde nuestras ventanas. Se ha buceado mucho en el desastre ecológico, médico o bacteriológico. Lo han tratado multitud de obras, pero nadie ha indagado tan a fondo en las miserias de la condición humana como José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera. Las imágenes y perturbaciones generadas por el genio portugués acompañarán al lector sensible por el resto de sus días. Hoy, todo aquel material ficticio, es pura realidad. Y aunque no hayamos alcanzado las cotas de bestialismo mostradas por el premio Nobel luso, si nos asomamos peligrosamente al abismo desasosegante de lo desconocido. Romper a diario la angustiosa sensación de lo que está por desbrozar es una labor ingente. Limpiar la mirada, y las actitudes, en tiempo de epidemia (aunque su mortalidad se haya demostrado razonablemente baja) es un ejercicio de temple titánico.
Sin entrar en el intrincado laberinto planetario de cómo saldremos de esta crisis sanitaria, hay algo tan evidente que asusta más que el temido contagio, y es la fragilidad estructural de nuestro modo de vida. Nuestro sistema económico, estabilidad social y hasta la esencia cultural que nos define se asientan en la colorida y flexible superficie del ala de una mariposa. Nos permite soñar, y hasta alzar el vuelo, pero puede ser muy fácilmente vencida por una ráfaga de aire, un mal paso o un enemigo invisible. Jugamos a ser dioses, pero se nos incendiaron las alas en plena opulencia. 
Una vez, antes de convertirnos en el polvo galáctico del que venimos, soñamos que fuimos invencibles. Veremos en qué queda nuestro orgullo como especie y nuestra altivez como raza. Quizá demostremos estar menos adaptados a este peñasco flotante en el universo de lo que creíamos. Quizá, como a los dinosaurios, nos esté llegando nuestro tiempo. Sólo el paso de los años nos dirá si logramos sobrevivir a esta plaga, si vencimos al virus, o sí, como ya apuntamos algunos (y también ciertos guionistas), se aproxime una nueva forma de vida, de manera que periódicamente, cada dos o tres años, tengamos que hacer frente a una nueva amenaza que juegue a la ruleta rusa con  nuestra existencia. Puede que esto no sea más que el inicio de una etapa, pero no se alarmen, mis ideas no son más que una de las infinitas e inopinadas teorías nacidas al calor de la expansiva potencia de la enfermedad. Y han surgido de todo tipo, por ejemplo, voces temerosas, casi milenaristas, que llaman a la conversión como si este mal fuera una plaga bíblica, un castigo sonado, un trueno que demostrase sin falta la fiereza de un Dios propio del Antiguo Testamento. Por otro lado, están aquellos que ven una oportunidad en la miseria, en las cenizas humeantes que aún no existen para construir sobre la paz y el amor, una nueva era ecológica y justa alumbrada tras el holocausto epidemiológico. También surgen los pragmáticos que ponen plazo al asedio de la peste y, cómo no, los descreídos. Incluso los que acusan a China de haber creado un arma química que nos destrozará a todos cual Armagedón. Todo esto suena muy cataclísmico, pero no deja de ser una respuesta natural del ser humano ante lo desconocido. Lo cierto es que nadie nos avisó de que un virus podría poner en jaque nuestro singular modo de vida. Quizá haya una oportunidad al final del camio, pero lo que es seguro es que tras sobrevivir, cómo sea y cuándo llegue, tendremos que aprender a soñar de nuevo. Y eso es lo que distingue a los dioses de los humanos, la inmortalidad de sus sueños.

                                              

                                                                                                                  Juan Laborda Barceló

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