Los ingrávidos, de Valeria Luiselli


Ahora escribo de noche, cuando los dos niños están dormidos y ya es lícito fumar, beber y dejar que entren las corrientes de aire. Antes escribía todo el tiempo, a cualquier hora, porque mi cuerpo me pertenecía. Mis piernas eran largas, fuertes u flacas. Era propio ofrecerlas: a quien fuera, a la escritura.

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Las novelas son de largo aliento. Eso quieren los novelistas. Nadie sabe exactamente lo que significa pero todos dicen: largo aliento. Yo tengo una bebé y un niño mediano. No me dejan respirar. Todo lo que escribo es –tiene que ser– de corto aliento. Poco aire.

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En esta casa se va el agua. El niño mediano dice que el fantasma es quien se acaba la reserva de la cisterna. Dice que es un fantasma que se murió de sed y que por eso se toma toda el agua de la casa.

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Dejar una vida. Dinamitar todo. No, no todo: dinamitar el metro cuadrado que uno ocupaba entre la gente. Más bien: dejar sillas vacías en las mesas que se compartían con las amistades, no a modo de metáfora, sino en verdad, dejar una silla, volverse un hueco para los amigos, permitir que el círculo de silencio en torno a uno se ensanche y se llene de especulaciones. Lo que pocos entienden es que uno deja una vida para empezar otra.

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En el metro, camino a casa, vi por última vez a Owen. Creo que me saludó con una mano. Pero ya no me importaba, ya no sentí ningún entusiasmo. El fantasma, me quedaba claro, era yo.


[Sexto Piso]

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