PRESA FÁCIL por SAMUEL BRESSÓN



Comprendíamos el sexo de la misma forma; sin ningún tipo de tabú ni apenas límites. Sin embargo lo que a Sandra realmente le ponía, lo que la motivaba por encima de cualquier otra cosa, era hacerlo en lugares públicos. A mí también me gustaba pero para ella suponía el súmmum del morbo y la excitación. Cuando lo estábamos haciendo en algún lugar, en el que podía sorprendernos alguien en cualquier momento, su rostro se transfiguraba. Su respiración se aceleraba furiosa. Todo su cuerpo era presa de un estremecimiento febril que se apoderaba de ella y la poseía. La misma noche que nos conocimos me había abierto la bragueta en la Plaza Mayor de Palma, a las tres de la mañana, y me la había chupado allí mismo, sin previo aviso. Con aquello me estaba mostrando por dónde iban a ir los tiros aunque ni en mis más delirantes sueños habría sido capaz de imaginar hasta qué punto iba a ser así. Tres meses después lo habíamos hecho en todos los lugares imaginables, incluso para mi imaginación que ya es bastante retorcida. Aseos de bares, de restaurantes, en la última fila del cine en sesión nocturna, en callejones, en probadores de tiendas, en el ascensor... A veces, volviendo a casa de madrugada de borrachera, nos metíamos en algún portal que estuviera abierto y lo hacíamos en la escalera entre dos pisos. El problema mayor con aquello era que su grado de excitación no se mantenía estable en un determinado grado de riesgo. Con esto quiero decir que si le gustaba hacerlo en probadores de tiendas no iba a ser siempre así. Llegaba el momento en que le sabía a poco y necesitaba, por así decirlo, pasar al siguiente nivel. Y yo no sabía si aquella escalada tenía un fin, o por lo menos un fin que no implicara cárcel. Y en el caso de que lo tuviera ¿qué sucedería después? ¿Una vez traspasados todos los límites iba terminar la relación? Aquellas cuestiones me intrigaban aunque no sabía cómo exponérselas, sin que resultara ofensivo, y simplemente me dejaba llevar. Debo reconocer que era un juego en ocasiones bastante arriesgado pero muy excitante y divertido. Yo me hallaba en un período de mi existencia en el que sentía que ya no me quedaba nada que perder y todo era ganancia. No estaba dispuesto a renunciar a experiencia alguna que me atrajera por inconveniente que resultara. De hecho cuánto más cerca andaba del límite más vivo me sentía, como si la muerte me fuera a atrapar si me quedaba diez minutos sentado sin hacer nada. 

Sandra llevaba tiempo insistiendo en que quería hacerlo en un autobús. Yo le decía que aquello me parecía logísticamente imposible pero ella insistía en que se podía. La cuestión es que el asunto se había ido posponiendo hasta que, una mañana yendo en bus hacia la playa, me cogió de la mano y me llevó hacia la parte de atrás guiñándome el ojo. Comprendí que había llegado el momento y me inquieté. A pesar de estar, gracias a ella, sobradamente entrenado en ese tipo de situaciones aquella se me antojaba especialmente dificultosa. Se trataba de un espacio cerrado, a plena luz del día, en el que había gente y además se encontraba en movimiento. No había forma de interrumpirlo con dignidad o huir en caso de que algo se torciera. Por suerte solo estábamos unas catorce o quince personas, en aquel momento dentro del autobús, y supuse que aquella era una de las razones por las que había decidido que el momento era aquel. Me llevó hasta la última fila de asientos, me indicó que me sentara junto a la ventanilla y se sentó a mi lado. Lo cierto es que ya estaba cachondísimo, Sandra había despertado en mí un sentimiento de enorme excitación ante ese tipo de situaciones y ya, al igual que ella, cuando llevábamos un par de días sin hacer algo así lo echaba en falta. No tenía remedio; era un inconsciente. Era presa fácil para cualquier situación que se saliera de lo normal. Decidí ignorar mis grandes dudas acerca de la viabilidad de aquello y, como tantas otras veces, dejarme llevar por ella. Y allí estábamos, en la última fila del bus preparados para echar un polvo de algún modo que yo desconocía. No había nadie cerca; estábamos solos de la mitad del autobús hacia atrás. Entonces sin tan siquiera mirarme, y con una destreza que solo posee con respecto a un asunto quien lo ha manejado sobradamente, me desabrochó la bragueta y comenzó a masturbarme antes de que pudiera darme cuenta de que estaba sucediendo. Su habilidad y el sentimiento de hacer algo con seguridad más inadecuado, expuesto y pervertido de lo que habíamos hecho nunca hizo que se me pusiera dura en un momento. Entonces, de forma absolutamente sencilla y natural, con un leve movimiento felino se desplazó encima de mí. Antes de que pudiera darme cuenta estaba sentada sobre mis piernas, dándome la espalda y la tenía dentro. Todo lo que yo había imaginado, como un sofisticado plan de ingeniería, había sucedido en apenas un segundo y sin mediar colaboración por mi parte. Incluso su faldita había quedado acomodada de tal forma que cubría el perímetro necesario para que no se pudiera adivinar lo que sucedía debajo. Entonces, sin que estuviera pareciendo en absoluto que algo sucediera, con un experto y apenas imperceptible movimiento de cadera, se me estaba follando. Me sentía más excitado de lo que me había sentido nunca en mi vida y veía que no iba a aguantar mucho. Lo cual en parte me aliviaba ya que era una excitación aderezada de gran inquietud. “Me voy a correr, cariño. No aguanto más”, dije. “Córrete mi amor, quiero sentir como te corres dentro de mí”, contestó. Estaba a punto de hacerlo cuando el autobús se detuvo en una parada y subió una señora de unos setenta años. Estaban prácticamente todos los asientos vacíos e incrédulamente vi cómo, poco a poco, caminaba hacia nosotros hasta sentarse en el asiento justo delante del nuestro. Sandra no se inmutó y de hecho pareció sentirse más estimulada, continuó trabajando el asunto remarcando y recreándose más en cada movimiento. Sin embargo a mí aquello me cortó el rollo por completo y se me aflojó al instante. Sandra se dio cuenta y puso más empeño en el movimiento tratando de levantarla de nuevo. De pronto ya no era un contoneo sexual y cadencioso, ahora parecía más un ultimátum. Una exigencia un tanto agresiva de que mi cacharro volviera al trabajo. Yo sabía que ya no había nada que hacer; desde el momento en que aquella señora se había sentado delante nuestro la aventura había terminado. Sin embargo Sandra era tozuda y se negaba a aceptarlo y sus acometidas comenzaban a resultar dolorosas. Aparte de tener el asunto en estado vegetativo ya casi no sentía la pelvis. Entonces el bus volvió a parar y entraron unas cuantas personas. Entre ellas otra señora aparentemente de la misma edad que la anterior y con un aspecto muy parecido. La que estaba sentada a nuestro lado alzó el brazo animadamente para hacerse ver. La otra señora al verla se acercó y se sentó un asiento más allá del nuestro. Es decir; yo estaba sentado junto a la ventanilla, Sandra encima de mí y la señora se había sentado a un asiento de distancia de nosotros para hablar con su amiga del asiento delantero. Estábamos atrapados; no había forma de revertir la situación. Era como si algo nos estuviera diciendo que nos habíamos pasado de la raya y ahora merecíamos estar allí, encajonados entre dos señoras que hablaban de recetas de cocina. Me sentía abatido y me inundó una profunda desazón. Por algún motivo tenía la sensación de que el fin de aquel polvo significaba el final de mi historia con Sandra. No había ningún motivo objetivo para pensar aquello pero no podía evitar sentirlo así. Las dos señoras resultaron ir hasta la última parada del trayecto, que estaba a casi una hora de viaje de la nuestra. De camino aprendí a hacer alubias pintas, carne estofada y bizcocho con pasas.


©Samuel Bressón

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