El despertar, de Kate Chopin


Por primera vez reconocía los nuevos signos de la pasión que había experimentado primero siendo una niña, luego una adolescente y finalmente una mujer adulta. Pero darse cuenta de esto no mitigó el ardor y la pujanza de la revelación, no se sintió amenazada por ningún malestar que pudiera trastornarla. El pasado no significaba nada para ella, no tenía ninguna lección que pudiera interesarle. Y el futuro era un misterio en el que nunca se aventuró. El presente mismo ya estaba cargado de significado, era suyo, y la torturaba con la dolorosa convicción de que había perdido lo que fue solo suyo, de que se le había negado eso que su nuevo ser apasionado reclamaba a voces, en su despertar.

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Había días en los que era muy feliz sin saber por qué. Feliz de estar viva, de respirar; cuando todo su ser era uno con la luz del sol, los matices de las sombras, los aromas, la lujuriosa tibieza de un perfecto día sureño, entonces le gustaba caminar sola por sitios apartados y desconocidos para ella. Descubrió así muchos rincones en los que el sol invitaba a la modorra y al sueño. Descubrió que le gustaba estar sola, y soñar, y que no la molestaran.
Otros días se sentía triste sin saber por qué, cuando no merecía la pena estar alegre o animada, viva o muerta, cuando la vida no le parecía más que un grotesco sinsentido y los seres humanos, gusanos sin más objetivo que luchar inútilmente contra la aniquilación final. Esos días no podía trabajar, ni inventar historias que le acelerasen el pulso y calentaran la sangre.


[Mármara. Traducción de Esther García Llovet]

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