Sumisión, de Michel Houellebecq



El avance de la extrema derecha, desde entonces, hizo que las cosas se pusieran un poco más interesantes al introducir en los debates el olvidado escalofrío del fascismo; no fue, empero, hasta 2017 cuando las cosas empezaron a moverse de verdad, con la segunda vuelta de las presidenciales. La prensa internacional asistió anonadada al espectáculo vergonzoso, aunque aritméticamente ineluctable, de la reelección de un presidente de izquierdas en un país cada vez más abiertamente de derechas. Durante las semanas siguientes al escrutinio se extendió por el país un ambiente extraño y opresivo. Era como una desesperación sofocante, radical, pero en la que brotaban aquí y allá destellos insurreccionales. En ese momento, fueron muchos los que optaron por el exilio.

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Estaba en la flor de la edad, ninguna enfermedad letal me amenazaba directamente, los problemas de salud que me asaltaban regularmente eran dolorosos pero a fin de cuentas menores; no sería hasta treinta años más tarde, o incluso cuarenta, cuando llegaría a esa zona oscura en la que las enfermedades se vuelven todas más o menos mortales, cuando las expectativas de vida, como se dice, se ven comprometidas casi cada vez. No tenía amigos, era cierto, pero ¿acaso alguna vez los había tenido? Y, pensándolo bien, ¿de qué servían los amigos? A partir de cierto nivel de degradación física –y eso iría mucho más rápido, en unos diez años, o probablemente menos, la degradación se haría visible y me calificarían de aún joven–, directa y realmente sólo puede tener sentido una relación de tipo conyugal (los cuerpos, de alguna manera, se mezclan; se produce, en cierta medida, un nuevo organismo; por lo menos, si creemos a Platón). Y, en el terreno de las relaciones conyugales, a todas luces no estaba muy bien situado. 

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Paseé durante un cuarto de hora bajo las arcadas de viguetas metálicas, un poco sorprendido por mi propia nostalgia, sin dejar de ser consciente de que el entorno era verdaderamente feo, aquellos espantosos edificios habían sido construidos durante el peor periodo del modernismo, pero la nostalgia no es un sentimiento estético, ni siquiera está ligada al recuerdo de la felicidad, se siente nostalgia de un lugar simplemente porque uno ha vivido allí, poco importa si bien o mal, el pasado siempre es bonito, y también el futuro, sólo duele el presente y cargamos con él como un absceso de sufrimiento que nos acompaña entre dos infinitos de apacible felicidad.



[Anagrama. Traducción de Joan Riambau]

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