Lowenstein

La noche se dibuja con la lentitud de un beso tierno. Una tira de horizonte violeta se ha visto tomada por el negro de las pesadillas. Y, mientras se produce el espectáculo recurrente del fin del día, yo conduzco tranquilo. Vuelvo satisfecho a casa de un encuentro con autores y amigos. La sierra oeste de Madrid -lugar del que vengo- es aún una madeja por desentrañar para mí.
Estoy en ese estado de abstracción severo propio de los autómatas. Progreso con prudencia por la carretera, atiendo a las marchas, a las luces largas y cortas, a los cambios de rasante y a las derivas del terreno. Pero, sin quererlo, me he convertido en un esquizofrénico. Mi mente se ha partido en dos, sin desgarro, sin trauma, sin aviso ni explicación. La parte racional conduce, pero el resto siente algo parecido a una armonía universal, como si todo en el cosmos de mis días tuviera un sentido evidente. Es una epifanía agreste y falsaria, una revelación rural, un destilado menor de las emociones de coronar una montaña, terminar una carrera o recorrer la cresta de una ola.
Y es entonces cuando, inevitablemente, en ese aparente latido perfecto de existencia llegan los fantasmas queridos, las emociones descontroladas y los pedazos de pasado. Sentimos que se pueden abandonar las emociones que hemos encajado en los estantes de nuestro interior, cuando en realidad hacerlo es un mero placebo. Un cementerio de elefantes tan vivo como la luz de las estrellas. Sin embargo, no está de más dejar las heridas al aire hasta que cicatrizan y, cuando lo han hecho, pasar de tanto en tanto, la punta del dedo por su contorno irregular. El relámpago sordo de lo vivido o la ardiente memoria de los besos conforman nuevos y necesarios caminos. Aplicarse a investigar el hueco hiriente de lo sentido es un privilegio del ser humano. Y en eso estaba yo en aquel orto y aquella meseta fértil.
Es así, al asalto, oculto en el vacío de la carretera anochecida, como llega el olor del ser querido. La caricia traicionera de un aroma, el recuerdo agazapado de un momento compartido, la palabra que retumba entre las sienes y mantiene en la tierra y vivo en nosotros a alguien que ya se fue. Los ojos se tornan llorosos, pero no se derrama una lágrima. Al poco nos visitan los miedos irracionales, los lobos que se apostan a ambos lados del asfalto y dejan una huella perenne en la noche con su mirada brillante e incisiva.
Tras ellos, surgen con fuerza las reinas del olvido inacabado: las mujeres amadas, las antiguas novias, amantes o amigas cuyo recuerdo es patrimonio íntimo del sentir, y cuyo cuerpo fue refugio en tiempos de tormenta. Ellas y ellos fueron tempestad venturosa, puerto franco o mástil terroso de libertad. De entre las historias que al corazón endulzan con la hiel de la memoria se destaca siempre una. Y lo hace con la solemnidad de una cariátide del Erecteion. Es, sin duda, la relación más doliente, pues murió adornada por una virtud irresistible, la de nunca haber sido. Aquellos naufragios prematuros, esos que apenas dieron pie más que a las primeras pulsiones ciertas, a las refriegas emocionales, tan verdaderas como escasas, pero henchidas con el irrefrenable ímpetu de la ilusión y de la inocencia. Una vida solo vivida en el recuerdo inventado no puede competir con las miserias cotidianas. En cambio, el día a día, la convivencia y el tedio son demoledores.
Y, como pillado en falta, te sorprendes pronunciando quedo, como el susurro de una lengua exótica, el nombre de aquella mujer. Lo repites alargando las vocales, haciéndolas coincidir con las leves inclinaciones que realiza el coche. Lo vuelves a decir con la potencia de un sortilegio, sintiendo tu voz extraña, como si la fuerza invocadora del nombre fuese un mantra salvífico, un exorcismo imposible, un bálsamo frente a los errores cometidos. Y cuando crees que tu experiencia es única, catártica y sincera, acude a tu mente una palabra repetida, y se instala allí formando una laguna helada:

Lowenstein, Lowestein…

Es el grito de guerra melancólico, pausado y sublime que lanza otro hombre que conduce al atardecer sobre unas bellas marismas. Es El príncipe de las mareas de regreso a las cálidas hechuras del hogar. Es el Ulises moderno que camina hacia a una Ítaca desconocida. Una vez superados sus miedos más enquistados no es difícil aceptarla. Es, en definitiva, el lamento del deseo entreverado con el atavismo de la familia.
La realidad se confunde con una escena cinematográfica. Las tramas, lugares, colores y rostros son distintas. Las esencias las mismas. Me trastorna descubrir lo poco originales que somos, aunque me consta que no hay nada nuevo bajo el sol. Aún no sé cuál de ambas latitudes es cierta, si es que alguna puede llegar a serlo. Y, de repente, tras ser deslumbrado por el haz de luz de aquellos faros frente a mí no vuelvo a sentir nada más. 





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