Un olor a tierra mojada entró por la ventana. La cortina volvió a alzarse y me acerqué con la cautela del que teme romper un hechizo. Quería cazar ese aroma y hacerlo mío. La posible tormenta de verano se deshizo en la tarde. El olor no logró cuajar. Pensé que en todo ello había un relato, pero no. Donde hay una historia es en mi visita anual a la que fuera la casa de mi abuela.
La casa de la playa, hecha de recuerdos y sueños, es una experiencia en sí misma. Es un lugar de encuentros y hallazgos, donde aquella mujer demasiado libre para su tiempo vivió algunos de sus últimos años.
Allí, como en todas las familias, hay un secreto. Y, aunque me toméis por loco, voy a contarlo: Ella, que ya no está, pero cuyo espíritu persiste, me deja señales. En concreto en su variada biblioteca, tan rigurosa como arbitrariamente colocada, donde siguen apareciendo sorpresivamente joyas fascinantes. Mi madre me las regala en una herencia prematura. Sé que parece absurdo y que la lógica indica otra cosa. Seguramente son libros que te pasan inadvertidos en un momento dado, que tus intereses cambian con el devenir de las desilusiones de la vida y que lo que ahora parece una hallazgo en el pasado se te cruzó sin pena ni gloria. No es así. Yo sé que no es así.
Todos conocéis la fruición obsesiva con la que los bibliófilos recorremos cualquier librería. Lo mismo pasa con los estantes de familiares, amigos y conocidos. Es raro que dejemos un rincón sin fisgar. Así que no queda otra opción. Ella, mi abuela, acude en espíritu cada año tras las vacaciones de verano para dejarme preparados esos nuevos descubrimientos. Es una imagen muy potente que vive tanto en aquella casa de la playa como en mí. Es material suficiente, como aquel con el que se construyen nuestros anhelos, para creer que se obra cada año el milagro.
Ya estoy deseando cruzarme con los libros del año que viene.
Feliz espera.
Historias del verano.