A la izquierda, donde el corazón, de Leonhard Frank


Estamos ante uno de los mejores libros de la temporada anterior: la autobiografía novelada de Leonhard Frank, que abarca tiempos y lugares primordiales en la historia del siglo XX: las 2 Guerras Mundiales, Berlín, París, Munich, Hollywood…

Michael Vierkant, álter ego del propio Frank, es un hombre que acabará encontrando su hueco en el mundo, tras tantear la pintura sin éxito, y que terminará convertido en escritor. Su periplo (por distintas ciudades del mundo, conociendo a celebridades, afrontando el período de entreguerras, buscando refugio en Hollywood como guionista…) resume, como hemos apuntado antes, gran parte de la historia del siglo XX. Conoce el éxito y el fracaso, el exilio y el amor y el regreso a una tierra en la que le han olvidado. Y todo ello escrito en tercera persona y con otro nombre, quizá para verse a sí mismo desde lejos, desde fuera, o para que sea más cómodo novelizar su propia vida. Espléndida novela, retrato de uno de esos hombres privilegiados porque, aunque también sufrieron lo suyo, fueron testigos de momentos históricos de Europa; aquí van unos fragmentos:

El escritor se puso en pie en el duro camino de la vida, dado que él seguía vivo.

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Tenía que sufrir lo que significa que la muerte sea irreparable. No se puede matar la pena, se tiene que sufrir, que penar, hasta el final, y se puede hacer porque la pena se alimenta constantemente, porque ella está muerta, ya no va a volver, nunca más, ella es cenizas, no es nada más, nunca más va a regresar. Michael debía experimentar que para él, el vivo, no existía nada sobre la tierra tan inabarcablemente terrible como lo irreparable de la muerte. Hay que soportarlo y es insoportable.
Michael caminaba como un inválido, arqueado, totalmente inclinado hacia delante, con la vida a la espalda, una vida de la que ya no participaba de ningún modo. No veía ni oía nada por las calles, no podía comer ni estar con otras personas, ya no era un hombre, nada quedaba de él en él. Era la cáscara disecada de un hombre. No dormía, y cuando alguna vez se quedaba dormido, se despertaba con el peso del mundo sobre el pecho.

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Se agarró al dicho: "El tiempo cura las heridas". Sólo el tiempo podría ayudarlo, sólo el tiempo. Pero el tiempo no pasaba, y Michael no podía hacer nada para que el tiempo pasase. El tiempo permanecía estanco. Un día era una eternidad, y el corazón late cuatro mil doscientas veces cada hora. Nada le ayudaba.

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Michael se quedó mirando un rato el escritorio vacío. Como siempre que acababa de terminar un libro, lo invadía una febril ansia de trabajar, estaba deseando comenzar de inmediato un nuevo proyecto. Si no lo hacía cuanto antes, por experiencia, sabía que poco a poco se iría apartando de aquel estado lívido, surgiría un vacío interior y, con ello, una pausa laboral cuya duración sería imprevisible.

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Al principio, los emigrantes creían que Hitler no aguantaría en el poder más de un par de meses. Al principio, sólo eran espectadores asombrados y a veces entusiasmados de una brutal historia burlesca que se estaba representando en Alemania y no podía tomarse en serio. No veían posible que un pueblo con la alta e imponente tradición cultural de los alemanes fuese a plegarse a los métodos nazis, que, pese a su monstruosidad, al principio sólo causaban risa en un mundo asombrado.

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A las masas hipnotizadas por la publicidad les chupan hasta el último céntimo del dinero que con tanta dificultad ganan, y que va de vuelta a los empresarios, cuyas cifras de ventas y beneficios vertiginosamente altos crecen año tras año. Como resultado, el hombre de a pie termina teniendo un frigorífico, una lavadora, una aspiradora, una radio, una televisión, media docena de aparatos para la cocina, un seguro de accidentes y uno de vida, una tumba y el derecho a un funeral: lo tiene todo, pero ya no tiene vida. Dado que ese hombre sencillo debe pagar a plazos su parque de máquinas, esto es, pagar tantos dólares a la semana por cada artículo según su valor, y en conjunto más de lo que es capaz de pagar por sí solo, la mujer se ve obligada también a ir a trabajar, de sumirse en la eterna batalla por el dólar. Y entonces, por las noches, hombre y mujer se sientan de nuevo en mitad de su exposición de máquinas, uno frente al otro, exhaustos de la jornada, y calculan cuánto les queda por pagar, mientras la voz de la radio ya está ofreciendo de un modo irresistiblemente sugerente un televisor más nuevo, con unas mejoras extraordinarias, con una pantalla enorme y ampliada, fácil de pagar a plazos por sólo un par de dólares a la semana. Las masas estadounidenses, permanentemente hipnotizadas por la publicidad, continúan siendo hasta la tumba esclavas de su alto nivel de vida a favor del empresario.


[Errata Naturae. Traducción de Esther Cruz Santaella]

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